Cierro los ojos muy fuerte y me quiero dormir. Seguro que mañana todo esto habrá sido un sueño. Pero me despierto al día siguiente y me sigue invadiendo el mismo sentimiento de ansiedad, incertidumbre, desasosiego, MIEDO …. No sé, no puedo ponerle nombre a lo que siento. Es un sentimiento desconocido, sólo sé que no me deja respirar. Pero solo dejo que me ahogue a ratos porque me ha tocado estar en primera línea.

Uno de mis amigos favoritos me dijo hace unos meses: “¿Por qué no elegimos en su momento otra profesión?. Ya ves, con lo bien que estaríamos en casa ahora haciendo pan con los peques”. Sin embargo, me complace haber podido formar parte activa de esto y estoy completamente segura de que a él también.

Vienen a mi mente imágenes de carreteras vacías, calles desiertas y ese silencio sepulcral que daba a la ciudad un aire de eterno festivo cuando todos han decidido irse a otra parte. A veces me sentía como el único habitante del planeta y otras en un show de Truman diseñado para mí. En cualquier momento se iban a encender los focos del plató y el director iba a anunciar el fin del rodaje… Sigo soñando.

Que lejana queda aquella cerveza de ese 10 de marzo al volver de la peluquería “La última que me tomo en la calle, Ro”…”Anda, anda que exagerá”. Aún no me explico por qué los que tenían la potestad para detener nuestras vidas no lo hicieron antes.

Las imágenes de los telediarios, la información en redes, los memes, la radio… demasiada info. Estaba saturada. En el hospital cada día un nuevo protocolo, una nueva actualización, cambiar la manera de trabajar, los circuitos asistenciales, tus jefes que se presentaban a las once de la noche un domingo para darle la vuelta a las urgencias y modificarlo todo. Resetearte cada día y dar lo mejor de tí a todos. Uff!

El subidón de adrenalina al sacar mi primera PCR. No fue como cuando era estudiante de enfermería y puse mi primera intramuscular, debía llevarlo escrito en la cara porque María supo leerlo sin yo decirle nada, y puso su trasero al servicio de la ciencia en unas manos inexpertas. Había visto tutoriales y me había leído las últimas recomendaciones, siempre lo hacía la noche de antes de empezar cada ciclo de trabajo, tenía que estar actualizada a velocidad de vértigo. Hisopo en mano, supongo que mis más de veinte años de experiencia profesional me sirvieron para disimular el temblor. Me había enfrentado a muchas primeras veces, pero en ninguna había necesitado un EPI y en lugar de crear un muro de separación entre los dos, era capaz de transmitir tranquilidad y seguridad durante mis cuidados. Eso que no era capaz de hacer conmigo misma.

Y las manos, esas manos despellejadas…

Ahora me doy cuenta de que no me he sabido manejar bien con la incertidumbre. El miedo me bloqueó y mi único refugio seguro fue mi casa. Ésta era mi fortaleza, aquí no iba a entrar nada ni nadie. Y todo lo que traía de fuera se iba por el desagüe de la ducha. Esas duchas en las que me faltaba arrancarme la piel. Sólo en ese momento me sentía a salvo y sentía a los míos a salvo. Atrás dejaba mi rol de enfermera, pero no podía olvidarme de lo que se estaba viviendo a nivel sanitario: dolor, soledad y muerte.

Colgaba una bata blanca para ponerme otra, la de maestra. Cuantas veces he alabado el trabajo docente durante estos meses de encierro. La capacidad, los conocimientos, la organización, la paciencia y un sin fin de cualidades más que he tenido que ir adaptando a mi clase de solo dos alumnos. Nunca he sido buena en mates, menos mal que dividimos las tareas y el buen padre se encargaba de los números.

Y a las 20:05h sonaba el fijo… “mamá!, la abuela”. Como cada día después de los aplausos ella necesitaba oír que estábamos bien. A mí me reconfortaba escuchar su voz y añoraba el olor de su abrazo, ese olor que me transportaba a mi infancia. Y la única cosa real que echaba de menos fuera de mi fortaleza.

La enfermera perfecta, la madre perfecta, la esposa perfecta, la hija perfecta, la maestra perfecta, la amiga perfecta…todas esas personas era yo y no me reconocía en ninguna de ellas. Mi marido dice que fue mi salvavidas, pero en realidad lo que hizo fue darme un ultimátum. Ultimátum que me sirvió para parar, pararme y respirar, dejando de sentir esa angustia en mi garganta. La brújula que siempre me ayuda a encontrar el norte, eso eres!

Pero aunque este sueño aún no ha acabado, yo soy otra persona. Mi agotamiento físico, psíquico y emocional tocaron fondo. Y la ventaja de caer tan bajo es que ya sólo puedes nadar en una dirección: ¡arriba!.

No, no he necesitado una pandemia para darme cuenta de lo que tengo y apreciarlo. Pero estos momentos vividos me han hecho consciente de mí misma y del lugar que quiero ocupar en el mundo. Desde aquí quiero reivindicar la necesidad de cuidar al cuidador. Cada vez más estudios demuestran el impacto de esta pandemia sobre la salud física y emocional de los profesionales sanitarios. Ahora les toca a los que dirigen nuestros servicios sanitarios invertir en nuestro bienestar. Nosotros hemos estado a la altura, ¿sabrán estarlo ellos?.

Y como la OMS declaró que el 2020 sería el Año de la Enfermería, me gustaría acabar con una frase de la fundadora de la enfermería moderna, Florence Nightingale: “Lo importante no es lo que nos hace el destino, sino lo que nosotros hacemos de él”.

Por Ana Rodríguez