A los profesionales sanitarios nos han enseñado a mirar hacia fuera, a detectar signos y síntomas, a mirar hacia el paciente desde nuestro terreno. Sin embargo, como el resto de los seres humanos no estamos exentos de enfermar, y cuando eso ocurre, de repente la vida te indica que debes pasar al otro lado de la puerta, también en esas ocasiones podemos aprender y ponernos “las gafas de la humanización”.

Sala de espera: ante la puerta cerrada del hospital de día se encuentran los pacientes que aguardan su turno para pasar y los acompañantes de los mismos. Hay un hombre de unos treinta años con claros síntomas de dolor y la piel muy pálida, se deja caer en un asiento emitiendo suaves quejidos. Va acompañado de su madre, una mujer mayor que se muestra de pie, erguida y resolutiva con una botella de agua en una mano y los abrigos de ambos en la otra. Cuando él entra es ella la que suspira, se sienta, baja la mirada y el dolor acude a su semblante. Mi mente me traslada a La Piedad de Miguel Ángel, igual que ésta, el rostro de esta mujer anónima, con el abrigo vacío de su hijo en el regazo, expresa dulzura, pena y soledad a partes iguales. No es el “acompañante”, es la familia.

Las enfermeras salen a llamar: para ellas es una acción cotidiana del día, para los pacientes la etiqueta en la frente. Es el momento en el que familiar y paciente se separan, en el que se queda el “sano” y el “enfermo” traspasa la puerta. Una etiqueta no deseada ni buscada que acaba de cambiar tu identidad en un segundo. Tu nombre, en ese momento, no va ligado a lo que sientes que eres, a tu profesión, a tu lugar en la familia, al buzón de correos de tu hogar… tu nombre está escrito en la lista de pacientes, y eso es lo que eres en ese instante. Los demás aspectos de tu identidad no han desaparecido, pero eso solo lo sabes tu. Te sientes desnudo aunque lleves la ropa.

Traspasas la puerta: la enfermera señala tu número de sillón, y caminas por el pasillo hasta encontrarlo. Te sientas sobre la fría sábana blanca con el nombre del hospital que te recuerda donde estás, y que te acoge, pero no te “arropa”. Echo de menos un lugar donde colocar mi abrigo, bolso y el libro que me hará el tiempo más llevadero. El contexto ambiental está preparado para recibir mi cuerpo pero no a mi persona.

Cuando la enfermera se acerca para poner el tratamiento percibo su mirada en mis ojos. Me sonríe, comienza preguntándome aspectos de la medicación, la prepara y antes de ponérmela me pregunta que brazo prefiero, elijo yo. Me ayuda a ajustar el sillón hasta que estoy cómoda y comienza a hablarme en un tono de voz cercano, dirigido personalmente hacia mi, transmitiéndome información sobre cómo va a proceder, cuánto dura el tratamiento y hace un comentario sobre el libro que llevo preparado…. No me ve como el número del sillón. En unos segundos, acaba de construir un marco que da seguridad, un cercado donde meter las bestias de lo desconocido que me aporta cierta sensación de control en ese barco en el que sientes que no llevas el timón. Cuando el tratamiento se termina, acude sonriente y me despide por mi nombre. No lo ha leído en la lista.

Por suerte no es nada grave, el tratamiento ejercerá su efecto en breve tiempo, pero tan importante como esa química que recorrió mi cuerpo ha sido el bálsamo aportado por la enfermera. Ella consiguió bajar mis niveles de incertidumbre, suturó la herida de mi identidad, y me proporcionó el calor que la sábana negaba. Se llama Encarna, eso pone en su tarjeta identificativa, pero igual que el resto del personal del Hospital de Día y que las personas que ocupan sus sillones, es mucho más que un nombre en un papel.

La puerta está abierta, todos la traspasaremos de una u otra manera como pacientes, o familiares de los mismos, pensemos en los profesionales que nos gustaría encontrar allí y sabremos qué es lo que necesitan nuestros pacientes.

¡GRACIAS!

Por Macarena Gálvez