Subí ese día al hospital a ver a mi tío ciego. Era uno de esos lunes de agosto donde todo se petrifica, con la ciudad vacía de almas, un fuego lento evaporándose en las casas y las calles. Apenas había visitas y en los pasillos, largos y profundos, se oían susurros de papel. Mi tío resoplaba en su cama y sonrió al identificar mi voz. Qué haces aquí, hombre, me dijo y levantó una mano que era una tarde pálida y rosada.  Antes de abrir el libro que había en su mesilla, un ejemplar de tapa dura, le besé la frente y le ahuequé la almohada. Me llegó un perfume agrio de su cuello. Al otro lado del cristal, como lirios remotos y oscuros, vi pájaros que volaban tan alto como podían.

Al salir, entré en el bar y pedí un café. La tele estaba encendida y había un cliente solo en la barra. La camarera, muy joven, tenía un mohín cansado y hermoso. Había cortezas y palillos esparcidos por el suelo. Desde mi mesa podía ver la mole del hospital, sus proporciones inhumanas, el rótulo sucio y despintado de urgencias. No era difícil imaginar a los enfermos desahuciados, mirando los techos o los pies de la cama, pensando, tal vez, en su juventud. Me pregunté si habría libros en sus mesillas y, por un momento, mientras salía a la calle, concebí a un hombre en cada habitación, un hombre leyendo junto a la ventana, recitando -o quizá susurrando- que los pájaros que han llegado a tu jardín, los pájaros del alma, ya no tocarán con sus alas el cielo.

Por Miguel Paz