Hola a todos, mis queridos canallas.

Hoy tengo un relato que compartir con tod@s vosotr@s, gracias a Conchi, enfermera de la UCI de Torrejón. En Vida al otro lado del tubo orotraqueal. Visión personal de un médico en la enfermedad graveel Dr Edwar Viner nos cuenta su propia experiencia al otro lado del sistema sanitario americano. 


Comparto unas pinceladas.

“Habiendo considerado los aspectos científicos y técnicos de la ventilación mecánica y de la lesión pulmonar aguda, es hora de hacer una pausa y recordar que existe una vida, un pensamiento, un sentimiento y un ser humano asustado al otro lado de la máquina. Aunque es incompatible con nuestras ideas como “proveedores de cuidados”, tras haber tenido una grave experiencia personal con la enfermedad, puedo asegurar que ninguno de nosotros conoce realmente lo que como médicos pedimos a nuestros enfermos que soporten, y lo que significa estar gravemente enfermo como experiencia física y emocional. 
El médico debe ser alguna vez consciente de todo esto en consideración al paciente que se encuentra al otro extremo del tubo, a quien la enfermedad ha reducido a una masa protoplásmica de labios temblorosos”.

“Yo era un hematólogo de 34 años que estaba habituado a trabajar con pacientes graves y moribundos cada día. A petición de mi esposa embarazada, me hice mi primer reconocimiento y algo pasaba en mi hígado…Entre exploración y exploración, llamé a mi esposa para comunicarle los resultados de las pruebas y decirle que me ingresarían en el Hospital. Llamé a mi secretaria para que anulara todas mis visitas, para siempre, y telefoneé a mi agente de seguros, a mi contable y a mi abogado para que se reunieran conmigo en el hospital esa misma tarde. Yo, como la mayoría de los demás médicos no tenía mis asuntos en orden y prefería solucionarlos apropiadamente para poder tener la conciencia tranquila en las semanas próximas.

A la mañana siguiente me hicieron una biopsia de médula ósea, una rectoscopia y un enema opaco, siendo normal el resultado de todos. Se decidió que se practicaría una laparotomía exploradora, pero se retrasó ésta debido a la aparición de una flebitis venosa profunda combinada con febrícula, que sólo sirvió para reforzar aún más mi certeza de que realmente tenía un proceso hepático maligno. Finalmente, el 16 de mayo, se exploró el hígado a través de una abdominotoracotomía. La lesión, afortunadamente, resultó ser un enorme hemangioma benigno,aunque no creía lo que mis médicos me decían, a pesar de estar viendo los resultados de primera mano y que me lo dijera el Jefe de Anatomía Patológica. Solamente unas semanas más tarde, después de que me conectaran al respirador, y darme cuenta que el cirujano que me atendía, el Dr. Jonathan Rhoads, era demasiado sensible para hacerme pasar por todo esto, si realmente hubiera tenido un proceso maligno inoperable, supe de forma cierta que la patología era verdaderamente benigna.

Los primeros cinco días del postoperatorio los pasé en la UCI, con tubos saliéndome de todas partes, pero esta experiencia no resultó particularmente difícil. Sin embargo, después de abandonar la UCI, empecé con fiebre recurrente en picos que requirió envolverme durante horas cada día en una manta de hielo, a lo largo de más de dos semanas. Múltiples toracocentesis, broncoscopias y varios “scanners” no lograron encontrar la causa de la fiebre, suponiendo al final de que podría ser un absceso subhepático. Por esto sería intervenido de nuevo.

A la noche siguiente, estando intubado, comencé a vomitar. Yo estaba despierto y consciente y quería tirar del tubo y arrancarlo de mi boca para poder vomitar al otro lado de la cama. Me dí cuenta de que podría aspirar ( y más tarde supe que lo había hecho), a pesar de que la enfermera me dijera :” todo está bajo control ; tú no puedes aspirar debido al balón del tubo endotraqueal “. En los próximos dos días
desarrollé una combinación de neumonía aspirativa y distress respiratorio, y finalmente, después de encontrarme exhausto por el trabajo respiratorio, le transmití a mi mujer una nota diciéndole que no duraría más que unas pocas horas, a menos que otra persona diferente se ocupara de mí. A mi requerimiento llamó a mi íntimo amigo, el que fuera Jefe de Sección de Respiratorio de la UCI del Hospital, y que se
encontraba en ese momento de vacaciones . El Dr. Robert Rogers, en la actualidad Jefe de Sección de Respiratorio de la Universidad de Pittsburg, se personó inmediatamente, y rápidamente me enseñó que realmente existe un arte a la hora de utilizar un respirador. 
No estoy todavía seguro de todo lo que él hizo por mí, pero en unas horas yo estaba respirando infinitamente de una manera más agradable y la crisis había pasado. Pero aún no había pasado todo. Fue necesario hacer una traqueotomía, aprendiendo posteriormente que la complicación de la PEEP es la POP ( = chasquido) y que me produjo una serie de neumotórax que requirieron la colocación de múltiples tubos de tórax. 


La suma estadística final de mis desventuras fueron 120 días de hospitalización, 31 días en ventilación mecánica, 10 tubos de tórax, 13 toracocentesis, 118 gasometrías arteriales (sin tener canalizada una vía arterial, y que calculé una noche intentando que pasaran las horas una media de 3.2 punciones por muestra), cientos de horas envuelto en sábanas heladas, 3 broncoscopias, y 7 meses sin trabajar. Un año después me encontraba bien, sin dolor torácico ni abdominal y sin disnea. 
A lo largo del camino que recorrí, hubo muchas lecciones imborrables que aprendí, temas que hasta entonces, había pensado de una forma trivial.
 
PERCEPCIONES DE MI EXPERIENCIA EN UCI
 
Primera de todas, los médicos no sabemos realmente lo que les pedimos que soporten a los enfermos física y emocionalmente, todo a la vez, precisamente cuando son más vulnerables, física y emocionalmente.
Los pacientes se beneficiarían muchísimo si cada persona que cuida enfermos pudiera experimentar el terror del preoperatorio, cuando piensa que puede tener un proceso maligno en estadío terminal, la nostalgia inherente al pensar que no volverá a ver a sus hijos crecer, y la aflicción preterminal, más allá del pensamiento, de que está viviendo de espaldas a todo lo que conoce y ama. Está claro que si la enfermedad es lo suficientemente grave, incluso el paciente más resolutivo encontrará su horma. 
 
Hasta el momento en que empecé a encontrarme fuerte, física y emocionalmente, al final del día 31 de ventilación mecánica, había llegado a sentirme tan débil como la masa informe palpitante que mis médicos habían visto al otro extremo del tubo endotraqueal.  El paciente vive en un mundo muy circunscrito. De acuerdo con esto, cada persona que entra en su día tiene un papel exagerado. Aunque el médico es el “protagonista” en el reparto de los papeles, lo es sólo durante unos minutos cada vez o, como mucho, varias veces al día.
 
Por tanto, es la enfermera la que vive literalmente su día con el paciente, siendo en realidad la persona más importante de todas. 

Además, el mundo del enfermo incluye también otro tipo de personas, no sanitarios, que se encuentran por debajo en la escala jerárquica de la sala ( personal de mantenimiento, limpiadoras, etc).  Es lamentable que estas personas no se den cuenta de la importancia de sus papeles en la vida del paciente, y no estén preparados para esta responsabilidad. Una sonrisa cálida, en lugar del aire de inconsciente indiferencia, haría más agradable la relación del paciente con el respirador.

Como afirmo, es la enfermera, y no el médico, la persona más importante en la vida del paciente gravemente enfermo. El atributo más importante de la enfermera es si ella cuida realmente. Yo podía darme cuenta de si una enfermera lo hacía o no lo hacía y rápidamente las clasifiqué en dos tipos: ángeles y brujas. Sin embargo, es también cierto que existía un tercer grupo de enfermeras que, sin duda alguna, habían sido excelentes, pero que llevaban demasiado tiempo en la UCI. Aunque ellas eran buenos técnicos cuando tenían que aspirar a un paciente o realizar otro procedimiento, las cualidades humanas se habían perdido. Estoy intentando definir lo que se entiende por una “buena enfermera”, y finalmente he decidido que es una combinación de sensibilidad y amabilidad con un grado significativo de profesionalidad. 
 
Aprendí que hay un tipo importante de comunicación no verbal entre el paciente en ventilación y la enfermera. Sus actitudes, humores, inteligencia básica y habilidad, su personalidad y sus problemas personales afectan en el fondo al enfermo. 
Me preocupaba de quién vendría en el turno siguiente. Algunas inspiraban confianza; con otras podía esperar una confrontación.
 
Otro tema básico es también aplicable por igual a los médicos, enfermeras y a todos los sanitarios. Es un problema, por otra parte, con el cual tengo alguna simpatía, incluso ahora, a pesar de la experiencia única que mi enfermedad me proporcionó, y es el olvido de escuchar al paciente. Hubo incontables ejemplos durante las semanas que estuve en la UCI, cuando ésta insuficiencia básica me hizo difícil la vida
y, a veces, fue incluso peligroso para mí.
Como dije anteriormente, la noche en que aspiré, y que me parecieron varios litros de jugo gástrico, estaba despierto e intenté decirle a la enfermera que estaba a mi
cargo que estaba aspirando y que me encontraría mejor si tiraba del TOT y retiraba la “mordida” y simplemente me dejaba vomitar. Yo le dije: “Madre mía, ¿no sabemos mucho de nosotros mismos?”. Con el primer neumotórax, intenté explicarle que tenía disnea, pero su actitud fue que estaba así desde hace una semana y que no ocurría nada nuevo. Bien, esto era nuevo y diferente, y sabía que algo iba mal, aunque no sabía lo que era. Finalmente fue el Fisioterapeuta respiratorio, y no un médico, el que se dio cuenta de que tenía un neumotórax a tensión ( el Residente de Cirugía se negó a salir del estar de enfermeras a auscultar mi tórax).
 
Los problemas de comunicación fueron variados y graves. Durante aquellas semanas que pasé en el respirador, era muy difícil escribir todas las cosas en una pizarra. Por ello, uno de mis visitantes favoritos fue un investigador del hospital que era completamente sordo desde su juventud, y como resultado, podía leer con facilidad en los labios. Para él, la comunicación conmigo no era diferente a la de otros. Con poco me llegaba a divertir, con lo cual me ayudaba a que dejara de pensar incesantemente en mí mismo.

Finalmente el Dr. Rogers me trajo un transistor, y repentinamente comencé a preocuparme del mundo exterior. En aquel tiempo hubo momentos en que el problema de la comunicación fue peligroso. En dos ocasiones, el celador, al mover el respirador, llegó a desenchufarlo sin darse cuenta, dejándome sin poder respirar. Yo sabía que las alarmas del respirador no funcionaban, y recuerdo intentando quitarme el respirador de la traqueotomía para poder respirar aire de la habitación.
 
CONCLUSIONES
 
Me marcho de esta experiencia con la gran preocupación de qué enfermos deben recibir el tipo de esfuerzo extremo que salvó mi vida. Estaba naturalmente muy agradecido de que hubieran trabajado todos tan intensamente para conseguirlo, y es obvio que el paciente, paga cariñosamente en tales circunstancias, tanto física como emocionalmente. Así, parece claro que para el paciente que no se va a poner mejor tras haberle diagnosticado un proceso maligno en estadio final, o cualquier otro tipo de enfermedad terminal, este tipo de cuidados es completamente inapropiado.
 
Era consciente de que el fin primordial no es vivir sino el mantener la dignidad y la calidad de vida.
 
Por consiguiente, al final, para mí, las dos grandes decisiones con respecto al empleo del respirador es si debe usarse en todos los pacientes y, seguidamente, cuándo debe desconectarse éste si el enfermo no es salvable. Sin embargo, el no emplear un tratamiento agresivo no significa el cese de los “cuidados intensivos”.
 
Implica, por el contrario, la aceptación de diferentes metas, por ejemplo el confort para el paciente y el soporte afectivo para la familia. 
 
Me gustaría pensar que mi experiencia me ha ayudado a ser mejor médico en otros aspectos básicos. Espero y confío, que ahora me sea más fácil escuchar al enfermo, no emplee las máquinas y otros procedimientos de soporte durante mucho tiempo, simplemente porque existen. Ahora soy capaz de hablar con más facilidad con los enfermos que anteriormente, y comprendo que estas personas estén preocupadas de que puedan morir y que, por tanto, quieran hablar de ello. Soy mucho más generoso con el empleo de los mórficos, siempre que estén indicados, y puedo aceptar la comodidad como un fin en sí mismo.
 
En pocas palabras, soy capaz de relacionarme mejor con el hecho de que a algunos enfermos les debe ser permitido morir tranquilamente, con dignidad y sin máquinas.
 
De tal forma, que mi mensaje final es que no debemos ser una batería de especialistas que aportan solamente un tratamiento, mientras el cuidado del paciente está ausente.


El enfermo debe ser el beneficiario de lo que estamos haciendo, y no la víctima. 


No debemos de perder nunca nuestra perspectiva en el torbellino de nuestra tecnología. Siempre debemos mantenernos al tanto de lo que estamos haciendo con nuestras máquinas, no sólo desde el punto de vista médico y científico, sino también humana, moral, legal y económicamente.”