Me llamo María y fui víctima de violencia institucional en el ámbito sanitario durante dos décadas. Escribo porque hablar cura y hoy, necesito hablar y quiero empezar con esta definición que cambió mi vida

Antoni Martínez Roig define el maltrato institucional de la siguiente manera:

“Cualquier legislación, programa, procedimiento, actuación u omisión procedente de los poderes públicos o bien derivada de la actuación individual del profesional o funcionario de las mismas que comete abuso o negligencia, detrimento de la salud, la seguridad, el estado emocional, el bienestar físico, la correcta maduración o que viole los derechos básicos del niño/a o de la Infancia”. Posteriormente se definen como “aquellos que mantienen la función institucional por encima de las necesidades del sujeto infantil” y como “el producto que se obtiene cuando no se cuidan ni desarrollan aquellos aspectos de la institución que nos permiten obtener mejores resultados”.

Y llego con mi recuerdo al edificio del terror… el hospital, donde además de oír los llantos desgarrados de otros niños y niñas frente a adultos impasibles e indefensos, pasivos:

Me hacían pruebas sin explicarme en qué consistían, sin argumentar los beneficios que tenían para mi realizarlas. Me agarraban a la fuerza haciéndome daño en brazos y piernas, una vez que me mareé y lo dije… ellos siguieron con su ordenador y su estudio. Me trataron como un conejillo de indias sin pedir permiso. Salvo en un par de ocasiones nadie se dirigía a mí, sino a mis padres, hablaban de mi cuerpo y mis cosas sin mí. Nadie nunca se preocupó de cómo estaba viviendo todo eso. En otra ocasión decidieron no darme medicación para que creciera un poco más, porque la médico se impuso y dijo que no hacía falta que medir 1.50 era suficiente. Me detectaron una alergia al látex y dijeron que era por exposición prolongada a ese tipo de materiales, más de lo que el cuerpo puede soportar supongo. Me han hecho sentir siempre atemorizada en un alto grado, y cuando dejé de ir al médico ya no pude volver (pánico reprimido que explota o podría empezar a llamarse trastorno de estrés post-traumático). Por sistema en algunas consultas siempre se mandaba como “por protocolo” las  mismas pruebas, para sus estudios…pero nunca nadie me dijo si eso era útil para mí (lógicamente nunca lo era y por eso no lo explicaban y por tanto no tenían que pedirme opinión).

Solo dos veces un médico me informo cómo funcionaba mi cuerpo por dentro y me preguntó si quería operarme, sé que fueron solo esas dos veces porque lo recuerdo con un gran alivio, la sensación de que alguien me explicaba algo a mí (yo estaba existiendo a sus ojos). Siempre me he sentido un muñeco a la que llevaban al médico y un objeto al que hacían pruebas, sin ningún tipo de afecto, ni cuidado emocional. Una sensación de que todo el mundo mandaba y decidía sobre mi cuerpo y mi salud. Nadie vio mi persona, mi mundo interior ¿Cómo verlo si abusaban de mí?  No era persona ni yo me reconocía como tal.

Esto es solo un pequeño esbozo del calvario que viví durante casi dos décadas, y lo que me queda si no me protejo, y difícil está cuando el sistema no te da los  medios para que puedas hacerlo, cuando nadie se ha preocupado por las personas enfermas o con discapacidad, menos aún si eres mujer y niña.  Cada día el sistema pasaba por encima de mí y cualquier ordenamiento jurídico en ese momento se hacía añicos contra el suelo sistemáticamente. Cada día, cada persona encargada de velar y cuidar mi integridad física, psicológica, emocional, sexual, moral (lo que viene siendo la seguridad) pasaba por encima de mí porque “venían a ayudar”. Me enseñaron a ser sumisa por mi bien hasta el límite de la extenuación. En mi mente no paran de repetirse imágenes de campos de concentración nazis y me asusto.

Hoy como efecto de todo aquello siento mi cabeza sin pilas, pero alcanzo a pensar que si yo pude formarme como profesional para desarrollar mi parte más sensible y humana, si yo he conseguido no transferir ese maltrato a través de mi persona en mi quehacer profesional, cualquiera debería y puede hacerlo. Me dedico a la capacitación de otros profesionales y sé que se puede. Pero hay que querer cambiar el chip, dejar de encontrar un perverso beneficio en hacer esas prácticas y eso implica una auto transformación interna. Hay que implantar programas que no disocien a la persona de sí misma, que respete y promueva su visión, opinión y presencia. Hay que hacer un cambio político que empiece por un reconocimiento público al mal hecho, con medidas que restauren el daño, y medidas de protección para de ese momento en adelante.

Y yo, ya dejo de escribir afirmando que las secuelas que esto ha dejado en mí son una reacción natural a la situación anormal que viví. No estoy loca, no necesito un psicólogo. Necesito manos humanas, ojos y oídos humanos que me reconozcan, me sientan, me escuchen y me recuerden que esto no fue normal. Que no es una locura inventada por mí. En este mundo donde no existe nada en este ámbito que te pueda proteger, me queda estar cerca de las personas que están en este proyecto que espero me reciban en persona algún día y  con las que pueda hablar en extendido, por que hablar cura si es en presencia de personas que de devuelven realidad, la realidad de que esto nunca debió pasar.

Cuando quien debe cuidarte abusa de ti, estamos ante un abuso de poder. Y escribo hoy para curarme a mí misma, y yo solita la dignidad mía. Porque la memoria necesita de justicia para poder recordarse en paz.

Y aunque no sean muchos, este es un espacio donde encontrarás a un ser humano y fuerza no me falta para humanizar la vida.

Por María Martínez