99 días
Estuve durante muchos días sedada, dormida.
Los dormidos seguimos estando, aunque nuestro contacto con el exterior esté interrumpido, de vez en cuando hay señales, voces, un destello, un roce nos da un latigazo que reconocemos desde lo profundo.
Y buscamos la salida.
Me sentí sumergida en un mar de gelatina, los brazos torpes, sin fuerza suficiente para dar una brazada, subía y bajaba, avanzaba o daba vueltas en el mismo punto. No era capaz de saberlo. Al fondo, la sirena de un gran transatlántico que nunca llegaba a puerto, estábamos en el mismo espacio, atrapados por el mismo mar.
Y de repente, la orilla donde yo era un submarinista con el tubo de respirar en sitio equivocado, con aletas en vez de pies que en tierra firme no sabían moverse, mi piel notaba el contacto de la sábana, frio pero sin humedad ni sal del mar de donde venía. No reconocía nada, no escuchaba mi nombre. ¿Qué hacía con mi traje de buzo en una cama?
A lo lejos, el gran transatlántico cambió su poderosa sirena por pitidos pequeños y chillones, todo se quedó blanco, intenté agarrarme, pero no pude, mis brazos no  me respondían, estaban atados a cables y agujas, cosidos con pespuntes a la cama. Había pasado de ser un buzo a ser un pescado con anzuelos en mi cuerpo.
Aparecieron luces intermitentes en el horizonte, un poco más allá del final de mi cama, ruidos, voces, prisas, mi corazón de buzo empezó a latir fuera del agua, estaba asustada.
Las voces se acercaban, me rodeaban, no era capaz de entender lo que decían, sentí como con sus manos intentaban quitarme mi tubo de la garganta pero si lo hacían no podría volver al mar de gelatina. Ellos no lo sabían.
Cerré los ojos y dejé de pelear, regresaría a la orilla caminando.

Raquel Nieto