Antes de los plazos previstos, el castigado cuerpo de mi madre dijo basta. La fiebre repentina que no baja, la tensión que no sube, un dolor en el costado. ¡Pero si por la tarde jugó la partida con las amigas!.

Del hospital comarcal al hospital provincial. De planta a la UCI. Detrás de la camilla, en procesión por pasillos y salas de espera con los ojos muy abiertos y el alma en vilo. Mamá se muere. Mamá me mira y yo la miro. Tranquila mamá, le digo, a las doce venimos a verte.

Primera visita. Pasamos de dos en dos. Está mal, no logran estabilizarla. Pedimos que no sufra. Lo tendrán en cuenta, gracias. Mamá aún mira con sus ojos azul oscuro. Habla con dificultad, pero rige y pide que cuidemos de papá… Tenéis que salir.

Segunda visita. Mamá está muy mal. Agoniza. Pide agua, pero no es posible dársela. No sabemos si nos conoce. Parece que a ratos sí nos identifica, porque apretó la mano de papá. Está muy fría y empapada en sudor. La piel de su cara, muy pegada a los huesos… Ahora hablan con nosotros en la sala:

“Seguramente vuestra madre no pase de esta noche. Si lo logra, mañana la bajaremos para que estéis con ella, pero aquí no os podéis quedar. Tenéis que iros a casa. Si pasa lo peor, ya os llamamos nosotros. Gracias.”

Papá se hunde en el sofá y Lidia lo abraza. Detrás, los doctores nos dejan llorar, dicen hasta mañana y cierran la puerta con llave. Oigo la llave que cierra la puerta que me separa de mi madre moribunda. Dos vueltas. Cic-clac. No la volveremos a ver viva.

De la puerta de la UCI hacia afuera, nosotros cuatro saliendo hacia la calle para irnos a casa. De la puerta hacia adentro, mi madre agonizando, febril y desorientada, rodeada de pitidos y de voces extrañas, hasta exhalar el último aliento. Localizo la ventana en el exterior. Aguanta, mamá, no te mueras sola.

¿Pero cómo no me dejan estar con ella si dicen que se va a morir? ¿Tendremos que estar con ella? Yo tampoco lo entiendo, papá. Son las normas.

A las tres horas llaman por teléfono.

Sucedió.

Alguien tiene que hacer los sesenta kilómetros de vuelta, para ir a buscarla y llevar ropa para que la traigan vestida. Nadie me recibe en el hospital. Desde urgencias no hay ninguna señalización. El hospital está en penumbra. Mi mujer y yo logramos dar con la UCI y allí nos espera el cuerpo de mamá, deshidratado, con la boca abierta, sin dientes, desnuda dentro de una bolsa blanca. Podemos quedarnos con ella hasta que la bajen.

Nos quedamos veinte minutos de pie, sin opciones de sentarnos, con la cortina abierta a toda la sala y a los otros boxes. Yo veo lo que hacen los demás y los demás me ven a mí. En el mostrador, dos mujeres con bata hacen fichas mientras hablan de lo tontas que están sus hijas adolescentes y se ríen bajito de sus ocurrencias. Al fondo, un hombre y una mujer intentan que un enfermo trague algo. La mujer le habla como a un hijo torpe: Venga, venga, que sí puedes, que si pudiste ayer, hoy también puedes. En el box de al lado, tose un señor enorme y, mientras, la oscuridad de la muerte asoma por la boca arrugada de mi madre, sus hermosos dedos, la paz de sus ojos…

Me la quiero llevar lejos, donde recupere su dignidad.

Por Pascual Gallego (pascugallego@yahoo.es)