Hace tiempo que “estar quemado” en el trabajo puede pasar de ser una expresión coloquial a convertirse en un problema de gran envergadura.
Los índices de desgaste profesional (o Burnout) en el colectivo sanitario están llegando a niveles francamente preocupantes, y muy probablemente seamos los que nos dedicamos a los cuidados intensivos, los que estemos más expuestos a sufrir el síndrome, o al menos alguno de sus síntomas, y padecer sus nefastas consecuencias, no solo para nosotros mismos, sino también para pacientes, compañeros y para el sistema de atención sanitaria.

 

En una reciente publicación en Medscape, han sido los intensivistas de Estados Unidos los médicos con mayor índice de Burnout del país. Y lo más alarmante es el devastador dato de incidencia, un 55%, una cifra que pone los pelos de punta.
En España, por desgracia, no disponemos de estudios de este tipo y menos aún con carácter anual. El último de los estudios que se realizaron en nuestro país fue de pequeña envergadura, en el 2008, en un solo hospital de Madrid, y arrojó datos de incidencia de en torno al 15%.
¿Podemos estar ahora acercándonos a unos datos parecidos a los de EEUU? Sinceramente, no me parece probable, pero sin duda, lo que no se mide, no existe, y eso nos lleva a engaño. A no tomar conciencia de un problema que si no atajamos pronto, sí nos va a llevar a cifras de auténtica preocupación.
Porque existir, existe. Ya lo creo.
Los que nos dedicamos a los cuidados intensivos (y esto es una percepción común, tanto desde dentro como desde fuera) estamos expuestos a la tensión, al estrés, y a situaciones angustiosas, entre otras cosas, porque las vidas de nuestros pacientes pasan por nuestras manos, y porque la tranquilidad y la esperanza de sus familias están depositadas en nosotros.
Enfrentarnos a enfermedades potencialmente mortales, que pueden ser devastadoras para el paciente y la familia, a la comunicación de malas noticias, al consuelo y desconsuelo del dolor de una familia, a la pérdida de la vida, resulta una carga pesada, pero que gracias a nuestra vocación, a nuestra profesionalidad, y a nuestro convencimiento de que estamos haciendo todo lo posible y que siempre, repito, siempre podemos ayudar, nos resulta más liviana.
Pero, y ahí está la clave, cuando sentimos que perdemos nuestra vocación, cuando creemos que nuestro trabajo no sirve para nada, cuando llegamos a pensar que ya no tenemos nada que aportar, entonces esas cargas se vuelven insoportables y nos hacen arder en las llamas del Burnout.

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Fuente: IntraMed

 

¿Y cómo he llegado a este punto? ¿En qué momento perdí mi vocación? ¿Cuándo dejé de sentirme útil? En el momento en el que confluyeron, durante tiempo, una ausencia de expectativas cumplidas (humanísticas, morales, profesionales, personales) y una falta tanto de autocuidado como de cuidado institucional.

El padecimiento de este síndrome no obedece a cuestiones meramente individuales de vulnerabilidad, debilidad, problemas psicológicos o características personales, sino que deriva, principalmente, de una interacción del profesional con unas condiciones psicosociales nocivas del trabajo. Aquí metemos el salario, las guardias, el descanso insuficiente, la falta de participación en cuestiones organizativas, la poca formación, los conflictos entre compañeros, la ausencia de trabajo en equipo, los espacios arquitectónicamente nocivos, la falta de misión y objetivos de la institución, y un largo etcétera.
La sociedad y las organizaciones tienen el deber moral y el imperativo ético de “cuidar a sus cuidadores”. Es tiempo de ponernos a trabajar en este asunto y de empezar a tomar medidas para evitar que el fuego queme nuestras ilusiones.
Médico Intensivista y miembro de Proyecto HU-CI.