Vienes a mí de puntillas,

dolor,

como un puñal en vilo,

abriendo tu rosa en mi pecho,

engrosando la penumbra,

tiritando en mi boca sellada.

 

Tu expresión es la de un vampiro triste que no supo irse a tiempo.

Tendido en la luz húmeda,

metódico,

horadando mi piel,

devastando mi casa por una limosna.

 

En tu ira,

dolor,

hay un sollozo vívido y bárbaro

que no logro comprender.

 

Te abres paso con la petulancia de las campanas,

las que tañen a muerto

cuando se vacía la iglesia.

 

¿Qué esperas de mí?

¿Tanto te conciernen

mi desnudez,

la mansa lumbre

de mi alma?

 

Acudes al oscurecer,

o llegas a la luz del alba,

áspero y glacial,

enarbolando como axiomas

tus espinas hinchadas.

 

Qué vértigo ser como tú,

ajeno a la súplica,

emboscado en la tensión de los arcos.

 

Lo confieso,

dolor,

admiro tu franqueza,

todo se pliega a tu monólogo,

a tus rosas feroces,

a la pureza de tus garras infinitas.

 

Vienes a mí y te maldigo,

no como el súbdito al profeta,

sino como el niño que arroja la piedra

a la noche,

pues sé el silencio que ocupas,

la carne que esclavizas,

aunque no preguntes por mí.

 

Sigo tus pasos,

dolor,

enciendo en tu honor

velas perfumadas,

dejo que tus ramas

se ondulen ariscas

y ennegrezcan de papiros el aire.

 

La nieve oscura te pertenece;

el aire abandona mis labios;

la noche amarilla me despedaza.

 

Has dejado a tu espalda

una levadura sin palabras

y el frío yugula mi alma,

no hay plegarias en mis ojos.

 

Pero no permitiré que me juzgues,

dolor,

no dejaré que me aniquiles y ultrajes,

cuando tus huestes avancen,

cuando llames a mi puerta

con ansia

volveré a cerrar los puños

doblaré mi almohada cansado,

y cerraré los ojos al alba

con la fuerza de mis uñas.

 

Por Miguel Paz