La conocí en la enésima guardia del mes de enero, una tarde de sábado en plena efervescencia de la tercera ola. Con la UCI patas arriba, sonó el busca de Medicina Interna pidiéndome que valorara a tres pacientes. Derrotado y resignado, subí a la planta haciendo cábalas y pensando dónde los iba a meter.

Los fui viendo de uno en uno, para tener mi composición de lugar en función de la gravedad y sus necesidades. El primero y el tercero estaban claros: uno necesitaba intubación urgente y no me quedaban más camas, así que se sumaba el estrés de negociar su traslado. El otro no me necesitaba, lamentablemente sus pulmones estaban muy afectados y su situación previa era tan mala, que ambos sabíamos que estaba en proceso de morir.

Fui a verla a ella. Tenía al lado a una persona más mayor que estaba en mucho mejor situación que ella. Estaba sentada en la cama, con una mascarilla reservorio y tres almohadas para mantenerse lo más erguida posible. Mientras observaba y contaba sus respiraciones, esperaba con inquietud la onda del pulsioxímetro, que mostró un maravilloso 96%. Daba margen para poder atender a los otros pacientes. Me llamaron la atención sus ojos grandes, que me miraban sin perderme de vista. Supongo que es extraño ver a alguien disfrazado de astronauta, al que no puedes verle la cara, preguntarte cómo estás.

– “Josefa, igual te tienes que venir conmigo a la UCI”- le dije.
– “¿Y yo? ¿Yo no me voy con usted?” – espetó de repente la vecina.
– “No mama, tu de momento estás bien”- Dijo Josefa. Menudo drama, pensé para mi. Madre e hija en la misma habitación, con la misma enfermedad.

Josefa respiraba hondo y estaba tranquila, a pesar de necesitar todo ese aporte de oxígeno. Así que quedamos en que de momento veríamos cómo evolucionaría en las próximas horas, a sabiendas de que la situación era un cara o cruz.  Antes de salir de la habitación, me dijo algo que jamás se me olvidará.

– “Usted… ¿Cómo se encuentra? ¡Debe estar muy cansado!”.
-“Pues…no lo sabe usted bien. Tenemos la UCI llena y estoy extenuado. ¡Pero hay que seguir!”.

Le agradecí mucho su pregunta. Me sentí cuidado a bocajarro. Un oasis en el desierto.

Tras intubar y estabilizar al primer paciente, y conseguir una cama para él en otro centro, volví a verla. Habían pasado 5 horas y estaba un poco mejor. Así que decidimos esperar. Antes de volver a la UCI me aseguré de que el tercero en discordia tenía los cuidados que necesitaba, y que su familia estuviera con él.

En los días sucesivos, pasé a verla todas las mañanas. Cada vez que subía a valorar a otro potencial paciente de UCI en la planta, me asomaba y le preguntaba cómo seguía. Su mamá se fue de alta antes que ella, y desde la puerta celebraba con alegría verla cada vez con menor aporte de oxígeno. Se había librado.

Hace dos días me entregaron un paquete de su parte. Una caja de color azul celeste que contenía una botella preciosa de ron de Motril y una nota:

“Buenos días. Me hubiese encantado verlo antes de venirme ayer martes, para, mirándole a los ojos, darle mis gracias más sinceras. Tengo que decirle que es una parte de Dios repartida en usted. No deje nunca eso a un lado, la confianza que da es infinita. Y luego, con su gran labor de médico. Una suerte haberle conocido. Si me necesita para algo, me tendrá. Un abrazo lleno de miradas agradecidas”.

Había dejado su teléfono, así que la llamé para darle las gracias. Por segunda vez me dijo algo que jamás olvidaré: no es lo mismo que te digan te tienes que venir conmigo a la UCI, que usted tiene que ingresar en la UCI. Con una sola frase se puede establecer una relación de confianza y de amistad para toda la vida. Yo ni me había dado cuenta, pero ella tampoco lo olvidará.

Así que el viernes, mientras nos contábamos los pacientes en las abarrotadas UCI, brindamos con ron de caña a la salud de Pepa y celebramos sus lecciones.

Y que no nos necesitara.

Por Gabi Heras