Madrugada. Un despacho de hospital. Dos médicos, agotados, comunican el inminente fallecimiento en quirófano de un paciente a su familia. Tras un día de duro trabajo la fisiología, o la naturaleza entera, se les ha venido encima, cuestionando las falsas expectativas que, en no pocas ocasiones, sobrestiman las capacidades de su ciencia.
Nada a reprocharse. Sólo molesta en el estómago esa vieja sensación amarga de derrota, y alguna pregunta incómoda, por inútil, de qué cambiarían la próxima vez. Es difícil calmar, incluso con años de experiencia, a ese juez implacable de su ego, que les mejora, pero que tortura con la propia, y ficticia, insuficiencia. Ahora sólo queda el amargo trance de reconocer en público la cruel y temida realidad.La familia, abatida, pero contenida, escucha en silencio sus explicaciones. Jerga técnica. “Lo intentamos con todo… fue imposible… no respondió”. Parecen comprender. Una hija, enfermera, pregunta si pueden verle en quirófano antes de desconectarle.

– “No es costumbre, ni es lo conveniente”, responde tajante uno de los médicos.
– “¿Puedo insistir?. Para mí sería muy importante”, replica la hija.
El otro médico la mira a los ojos. Percibe, como un latigazo, un dolor profundo, pero no hosco. Una pena arropada de dulzura y cortesía infinitas, de quien pide algo que no está en su mano conseguir. Un dolor digno, firme, que sólo busca un último asidero para evitar el desgarro. Una última gracia que es más que un capricho inconveniente. La despedida de quien, probablemente, ha sido el faro de su vida. El primer paso necesario para resolver un previsible largo y duro duelo.
Conmovido, el médico comprende, que no pueden negarse, amparándose en la fría costumbre, sin incurrir en la mayor de las crueldades. Tras convencer a su compañero, aun dudoso, acceden a su petición. Acompañan a la hija, con paso lento, rodeados de una luz blanca y espectral, que hiere los ojos tras reflejarse en las puertas metálicas de los quirófanos. El silencio es opresivo. Un desfile hacia la nada.
La hija se acerca a la camilla quirúrgica, y comienza a susurrar unas palabras inaudibles para ambos médicos. Permanecen allí, a prudente distancia, sin poder cuestionarse si es lo conveniente. Quizá sienten que, con su presencia y respeto en sus ojos bajos, solemnizan una ceremonia de una hondura que les trasciende y les inmoviliza. Se preguntan qué palabras pronuncia. Cómo se resume en unas breves frases una vida de recuerdos, enseñanzas y ternuras. Quizá, como el médico conmovido sólo supo decir a su madre en similar situación, “Buen viaje, a donde vayas mamá”. No hay lágrimas, ni sacudidas por los sollozos, solo un lento pero continuo musitar de sus labios, mientras le acaricia el cabello, con su cara pegada a la de él. Un beso y sale dirigiendo a los médicos un gracias que ilumina su rostro y destensa el de los dos profesionales, que tienen algo más que un nudo en la garganta.
Su cara parece relajada, a pesar de que en sus ojos se reconoce un sentimiento sobrehumano de pena, cercano al desfallecimiento. Como esa pálida virgen de Van der Weyden al pie de la cruz, que tanto admira el médico conmovido. Una entereza, que parece haberse afianzado por esos pocos segundos dentro, pero que el dolor puede hacer estallar con un mínimo soplo. Una contención de quien ha sido educada en el cariño, pero también en la adversidad y en la disciplina de la aceptación.
Una hora después, el médico conmovido sale a la sala de espera a cumplimentar el papeleo. Sus ojos se cruzan con los de la hija. En el segundo siguiente, ella le abraza efusivamente, en un impulso espontáneo y sincero que le sorprende y azora a la vez, mientras oye en un susurro un “Gracias, no olvidaré nunca, nunca, lo que ha hecho por mi esta noche al permitirme despedirme de mi padre”.
En la fuerza de esos brazos que le oprimen durante unos instantes encuentra, por fin, un sentido a toda la fatiga que le invade, tras oponerse muchas horas a lo inevitable. Porque en ese abrazo, se resume la verdadera razón que le llevó a hacerse médico hace más de treinta años. Si no curas, consuela y acompaña. Siente que, perdiendo una vida, su emoción, muchas veces desatendida, le ha permitido que otra vida pueda iniciar un duelo sin lastres. Piensa, confortado en sus brazos, que ha creado un lazo duradero con alguien admirable. Es él quien le está agradecido a ella por darle la oportunidad de ejercer de Médico. Con mayúscula.
Unidad de Cuidados Intensivos.