“Esta es de cuando tenía 5 años, me caí en una presa de la Boca del Asno y me corté la muñeca con un cristal ¡Como sangraba! ¡Qué susto! Me dieron unos puntos de colchonero en una casa de socorro en Segovia sin anestesia ni nada”.

“Esta en la rodilla derecha es de mis primeros pinitos en bicicleta por la Casa de Campo, cuando me empeñé en bajar por una cuesta yo sola. Me dolió más la herida en el amor propio y el “te lo dije” de mi padre que el boquete en la rodilla”.

 “Esta de cuando me operaron de…”

Detrás de cada cicatriz hay una historia de dolor y, asociado a él, un claro recuerdo de lo sucedido. Esa señal física en nuestro cuerpo, visible y a veces palpable, ayuda a que esa historia permanezca en la memoria. El dolor deja marca.

Pero generalmente, tras esa herida y ese dolor, existe otra historia que se genera a continuación, la de la curación y el aprendizaje. Nos sobreponernos al dolor; el tiempo hace su parte y las heridas, antes o después, curan. Y esas pequeñas historias de superación nos fortalecen y enorgullecen, nos enseñan caminos correctos, las piedras en las que no deberíamos volver a tropezar.

Pero no todas las heridas actúan así. Las hay que producen cicatrices profundas, invisibles, imborrables, que causan un dolor sordo, que se manifiestan en el medio de la noche y no nos permiten reposar la mente. Vuelven una y otra vez, a veces cuando menos lo esperas, cuando piensas que todo ha pasado y te crees a salvo. Regresan en forma de nudo en la garganta, de respiración acelerada, de lágrimas a escondidas, de soledad buscada, de mirada ausente, de sonrisa forzada y vacía, de remordimiento, de impotencia y rabia.

Esas cicatrices tienen muchas formas, caprichosas, volátiles, inapreciables para el resto. Tienen la forma de ese abismo infinito de tristeza en la mirada de Victoria, cuando clavaba sus ojos en los míos un minuto antes de que la intubáramos. Tienen la forma de mentira piadosa (“no te preocupes, todo va a salir bien, en unos días, cuando mejoren tus pulmones, te quitaremos el tubo”. Y sabía que no mejorarían. Y no mejoraron. Y murió). Tienen la forma de expresiones de consuelo huecas lanzadas a través de un teléfono a una familia que no conoces. Tiene la forma de abrazos reprimidos y palabras no dichas. Tienen la forma de la incertidumbre hacia el futuro incierto. Tienen la forma del alma seca, que debería sentir y no siente.

No puedes hablar de ellas, porque es difícil de explicar y porque es difícil de entender. No quieres preocupar a los tuyos. La vida sigue con su ritmo acelerado, no hay que detenerse. “Ya se te pasará, date tiempo”. Y no se te pasa. Serán heridas curadas en falso, cicatrices que se abrirán a la más mínima, sangrarán de nuevo y volveremos a tapar, ocultándolas como podamos, engañándonos a nosotros mismos.

Necesitamos curar y aprender de estas cicatrices en el alma, sobreponernos, darles sentido y crecer a partir de ellas. No queremos olvidarlas, son parte de nuestra vida, de nuestra historia personal y colectiva. Pero necesitamos ayuda, y la necesitamos ahora. Porque la vida de muchas personas depende y dependerá de nosotros, y solo podremos recomponernos y seguir ayudando a otros si nos ayudan a nosotros a sanar nuestras heridas.

Cuando los aplausos cesen, no nos olvidéis.

Por Ángela Alonso