Elena tiene 93 años y Alzheimer en grado severo. Vive en una residencia. Necesita ayuda para todas las actividades de la vida diaria y está en silla de ruedas. Su nivel de afasia es ya muy avanzado de forma que prácticamente no habla. Es aún expresiva con el rostro, si bien su mirada ya se pierde con más frecuencia en un mundo ajeno a los demás.

A lo largo de la pandemia del COVID-19 (que ha sufrido y sobrevivido), ha ido perdiendo la sonrisa que de siempre habitaba en su cara y la llenaba de dulzura. A cambio, ahora hay un rictus en los labios que junto a una mayor rigidez muscular anuncia los avances imparables de la enfermedad. Solo en respuesta a los afectos, a veces la sonrisa retorna. Su lenguaje ahora es el no verbal, la caricia del tono de voz y sobre todo del tacto: si se le da un beso lo devuelve, si se le da la mano te mira, la sostiene y aprieta. Ese es el frágil hilo que aún la conecta con el otro. Es una mujer que ha sobrevivido a una guerra, a una postguerra y a la muerte de dos hijos sin dejar de pelear por la vida, y porque a las lágrimas de cada momento las acompañara siempre la capacidad de disfrutar de las pequeñas cosas. Es una lección de resiliencia y dignidad en carne viva. Viva, porque aún está entre nosotros, y se merece el mejor cuidado.

La situación de la pandemia que vivimos está siendo especialmente cruel con nuestros mayores, más si cabe con aquellos que viven en residencias. En la primera ola, el sector socio-sanitario, ya mermado previamente de recursos, se mantuvo como pudo en el tsunami. Los trabajadores de las residencias, a consta de su propia salud, a pesar de las condiciones de trabajo que mantienen y el escaso ratio en el que trabajan, fueron los que sirvieron de frágiles tablas donde el sistema se agarró para sobrevivir. Gracias infinitas desde estas líneas a todos ellos, sin su trabajo y dedicación personal, hoy estaríamos hablando de muchos más muertos y familias destrozadas.

En aquellos momentos, las medidas de humanización desaparecieron casi por completo: se dejó de hablar de personas, se olvidaron los nombres y se habló solo de números y de casos. Con los vaivenes en las instrucciones que llegaban de “arriba” y con las condiciones y limitados recursos de cada centro, las residencias afrontaron la situación a consta del esfuerzo de sus profesionales y el sacrificio y aislamiento profundo de nuestros mayores.

No estamos ahora en ese momento inicial, ya no hay excusa. Ahora sabemos de qué va esto, cuál es su potencial daño, y lo que es más importante: desde la Ciencia sabemos qué y cómo podemos hacer prevención y promoción de la salud. Es el momento de usar la Ciencia como guía y no el miedo y ni las políticas de apariencia. Sin embargo, se mantiene a las residencias en una burbuja donde el objetivo sigue sin ser la atención a la persona en su integridad física, emocional, social y espiritual. Sin estar en Estado de Alarma, la población general podemos acudir a terrazas y bares, pasear por la calle, reunirnos en grupos pequeños… pero hay mayores (en situación de salud e incluso de inmunidad) que tienen prohibido salir a la calle, y en aquellos casos en que las visitas son viables (con las debidas precauciones y los EPI oportunos), no existe una diferenciación en función de la persona, sus necesidades especiales y posible discapacidad, lo que tenemos es “café para todos” y soledad en dosis tóxicas.

A Elena por ejemplo la visita su hija (la única que le queda), siguiendo las normas impuestas al centro, a dos metros de distancia y con una separación física en medio, con mascarilla y ahora con obligación de pantalla facial. La conexión visual con ella es imposible, que le llegue un tono de voz suave y amable inviable (en la sala todos gritan a su familiar para intentar llegar a ellos), acercarse está prohibido y cogerle la mano también (no se lo plantean ni con los EPI oportunos). Cuando están en situación de aislamiento, las videollamadas son inútiles en su caso. Es decir, está aislada emocionalmente incluso con su familiar delante, ya no hay sonrisa posible. Elena “es verde”, calificación cual semáforo que divide a los usuarios de su residencia según grado de inmunidad actual; se tiene en cuenta esa condición biológica para permitir la visita y para situarla en una planta u otra del edificio, pero no para la manera de contacto social, así como se ignora su individualidad y posibilidades de comunicación. Esto es solo así con las pautas socio-emocionales: ¿daríamos la misma dosis de antibiótico a cualquier paciente independientemente de su grado de infección? Somos capaces de hacerlo mejor, en otros contextos asistenciales se está haciendo. Los centros residenciales necesitan recursos para llevarlo a cabo y ayuda para ofrecer una atención integral centrada en la persona, en Elena, Pedro, Alejandrina…

Como señalan desde la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología, en su documento “COVID-19: Aprendizajes desde la óptica de la promoción del buen trato“: para garantizar el buen trato de las personas que viven en centro residencial se debería, en primer lugar, escuchar a las personas que necesitan apoyos y/o a sus familiares sobre cómo quieren vivir y ser tratados; en segundo, repensar el mapa de recursos para el apoyo y cuidado de las personas mayores en situación de dependencia y/o fragilidad y dotar de más recursos tanto personales como de servicios para acompañar durante toda la evolución de la persona; y, en tercer lugar, valorar el trabajo de quienes realizan esta importante función social e impulsar la capacitación específica en geriatría y gerontología para garantizar relaciones y actuaciones profesionales integrales y de calidad”.

La humanización de las residencias y centros sociosanitarios es una tarea pendiente, ojalá lo vivido nos sirva al menos para establecer claras líneas de actuación en ello.

Por Macarena Gálvez