Hace poco  en uno de
esos momentos en los que tomamos café durante el turno de trabajo, esos  que saben a reflexión, se exponía la
situación de una joven que por todos era sabido que no iba a superar su
estancia en la UCI y que no pudo hablar de lo que le estaba pasando con nadie.
La muerte inminente.
Las posiciones eran diferentes: algunos se preguntaban el  por qué debía hablarse con ella de ese tema
si en el fondo ella ya intuía lo que pasaba;
otros afirmaban  que sí  era necesario hablarlo y que debíamos animarla
a expresarse.
Todos estuvimos de acuerdo en que   la opción de poder expresar lo que sentía no
debía estar limitada por la incompetencia profesional para poder hacerlo. Es
decir, que la competencia profesional para manejar situaciones comunicativas
complejas y con alto estrés emocional
debía estar disponible para la persona que lo necesitase.
La cuestión se
hacía más difícil,  a pesar del olor a
café armónico que nos rodeaba,  cuando se
planteó la posibilidad de que todos los profesionales fuésemos “competentes en
comunicación”   o como  José Carlos Bermejo describe en  uno de sus muchos libros publicados “Humanizar la salud; humanización y relación de ayuda en enfermería”,   que todos los profesionales
fuésemos expertos en relación de ayuda. En esta relación de ayuda deben existir
algunas  actitudes centrales, las
vértebras del acercamiento a la persona a la que cuidamos: Empatía, Congruencia
y Aceptación incondicional.
En este caso el conflicto se presentaba a mi parecer, en
primer lugar en la relación empática. Si entendemos que uno de los primeros
escalones que debemos subir para llegar a relacionarnos de manera empática con
alguien, es la identificación con el otro para después tomarnos la distancia
necesaria para hacerlo de manera sana y profesional, la identificación con la
joven que se enfrentaba a su propia muerte hacía que el profesional debiese
colocarse en emoción muy próxima. Además
de la similitud psicosocial que pudiese existir con este caso en concreto, al
colocarse tan cerca de la muerte del otro, el profesional debía pensar en ¿qué
haría yo si me estuviese pasando?.  Al
preguntarse eso, ¿quién tiene las herramientas para responderse?.
El segundo
conflicto se presenta en la aceptación incondicional del otro. Si para que esto
llegue a buen puerto debemos tener una escucha activa, en este caso  las preguntas abiertas que la joven realizó no
se respondieron de ninguna forma. Probablemente las  resistencias en la fase de  identificación de la propia muerte son tan
altas que  nos hacen poco competentes
para escuchar activamente al otro y aceptarlo.
En cualquier caso la pregunta que  surgió del aroma de  ese café sigue quedando en el aire, ¿podemos
ser todos y cada uno de los profesionales de una unidad lo suficientemente
competentes en comunicación como para ser excelentes en nuestra atención, o
deberían existir personas referentes más formadas y capacitadas para hacerse cargo
o  dar apoyo en este tipo de situaciones
complejas?. ¿Es todo esto una cuestión de recursos económicos y de medios
humanos? ¿Es la excelencia en comunicación  nuestra responsabilidad profesional, o basta
con asegurar los mínimos para cada uno de los profesionales?
Algunas
publicaciones ya hacen referencia a las competencias al final de la vida en las
unidades de cuidados críticos (“A comfortable place to say goodbye.” Millner
P, Paskiewicz ST, Kautz D).El asunto ya está sobre la mesa acompañando a nuestros
cafés.