-“¿Por qué no le preguntamos a ella qué es lo que prefiere?”. Con esta frase acabamos finalmente la conversación. Llevábamos más de 15 minutos intentando decidir sus hijas y yo qué sería lo mejor para Carmen.

Carmen era una adorable anciana de casi ochenta años que había ingresado hacia pocos días en la UCI. Ni un solo reproche o queja había salido de su boca durante estos días, ni cuando le colocábamos la mascarilla de la ventilación no invasiva que le apretaba sobre la úlcera por presión de su nariz. Todo le parecía bien.
El ingreso en UCI había sido de esos que solemos decir “un poco límite”. Hasta ese momento había convivido amigablemente con su fibrosis pulmonar moderada. A pesar de su fragilidad tenía una calidad de vida buena, hacía despacito las cosas de casa, salía a la calle acompañada y estaba muy atendida por sus hijas. Aunque sabíamos que una infección respiratoria podía ser determinante en su evolución hiciésemos lo que hiciésemos, decidimos ingresarla en la UCI para darle una oportunidad con soporte ventilatorio no invasivo, asumiendo por ambas partes que ese sería el tope terapéutico en la UCI. Cuando digo “ambas partes” me refiero a sus hijas y a los intensivistas, no a la paciente, a la que excluimos deliberadamente de la decisión para no preocuparla.
La evolución posterior confirmó nuestros pronósticos. Ni la oxigenoterapia a alto flujo ni la ventilación no invasiva pudieron paliar su insuficiencia respiratoria. Se estaba agotando. En ese momento aparecieron las dudas en las hijas sobre si la actuación “pactada” era la correcta. Llegamos a un punto en el que solo la ventilación mecánica invasiva podría ofrecerle ganar un poco de tiempo pero sin ninguna garantía de éxito. Las hijas se enfrentaban a un cruel dilema. Por un lado no se sentían cómodas con tomar la decisión de limitar el tratamiento de soporte (“… si tiene una oportunidad ¿está bien que no se la demos?”), aunque no querían tampoco alargar una situación sin salida ni mantener un sufrimiento que querían aliviar a toda costa.
Ya habíamos hablado los días previos con las hijas sobre las voluntades anticipadas. En todos estos años de insuficiencia respiratoria en ningún momento le había sido planteado a la enferma el tema de hacer testamento vital y la ella tampoco había expresado motu proprio sus preferencias llegado el momento final. Y de esta manera nos enfrentamos a estas “voluntades precipitadas”. Con toda la dulzura y la claridad que me fue posible expliqué a Carmen delante de sus hijas cuál era la situación y qué opciones terapéuticas teníamos. Los bondadosos ojos de Carmen iban alternativamente de sus hijas a mí, intentando encontrar la respuesta en nosotras. Tras cerrar unos segundos sus ojos, al abrirlos pudimos apreciar la determinación en su mirada:
– “Quiero seguir viviendo y si intubándome y conectándome a una máquina tengo alguna posibilidad, quiero que me la den”.
Pocos días después Carmen moría intubada y conectada a un ventilador, rodeada de toda su familia. Su decisión había sido respetada.
Toda esta historia está llena de fallos fáciles de reconocer. ¿Por qué no hablamos de la muerte que queremos antes de que sea inminente? ¿Por qué no ayudamos a los pacientes a que reflexionen sobre ello?. ¿Por qué nos empeñamos en seguir tomando decisiones al margen de los propios interesados, los enfermos, amparándonos en la buena voluntad y en un mal entendido proteccionismo?
Cuánto que reflexionar. Cuánto que aprender. Cuánto que mejorar.
Miembro del Proyecto de Investigación HU-CI.