En el vestíbulo del hospital, al final de las jornadas, había experiencias gráficas y en el último tramo, un poco separado, podías ver un panel que abordaba la muerte perinatal: la pérdida más angustiosa que puede experimentar una persona, la de un recién nacido. No había mucha gente y era difícil conservar la entereza viendo aquellas imágenes. Pensé en una historia que había oído años antes, la de un británico que, por encargo del Gobierno francés, había fotografiado cementerios después de la Gran Guerra. Lo hacía desde el aire, subido a pequeños aviones comerciales. Tenía una reputación excelente, su pulso era legendario. Un día, mientras sobrevolaban Cornualles, fue incapaz de mantener la cámara entre las manos. Experimentó un malestar tan grande que, al aterrizar, tomó la decisión de no volver a volar jamás. La vida da muchas vueltas y quiso el destino que, una década después, su hija se casase en un pueblo de la costa francesa. En una modesta iglesia de Cornualles. Al atardecer, después de una comida copiosa, le pidió a su hija que lo llevase al cementerio. La extrañeza que provocó su petición no fue menor que su incertidumbre, pero los ojos que lo miraban no doblegaron su actitud. Una hora más tarde, solo bajo la lluvia, se encontró ante el umbral. Mientras empujaba la cerca herrumbrosa, vino a su memoria la vieja sensación: se vio otra vez sobre los cielos de Francia, aferrando su cámara con manos temblorosas. Pese a todo, decidió proseguir.
El cementerio, oculto pero limpio, era minúsculo. Su soledad parecía tallada en una luz oscura, como un pozo desolado: también sus diez tumbas, alzándose con una fragilidad de biombos blancos. Se desplazó entre ellas con la lentitud de unos zapatos llenos de barro y advirtió que era un hombre viejo. Fue al ver la fecha de las lápidas cuando comprendió todo: no su asombro, su vasto asombro, sino la huella inagotable del horror. Las tumbas pertenecían a diez niños anónimos, cuyos nombres, sobre las vetas de mármol, eran un bajorrelieve inaudito. Todos, sin excepción, habían muerto el mismo día, seguramente tras un bombardeo atroz.
Llegó a conocer a su nieto, al que vio crecer en paz. En su vejez trató de llevar una vida serena, soliviantada por pequeños achaques. Durante ese tiempo supo de otros cementerios blancos, de lápidas hundidas en los templos de Europa. Alguna vez, en sus noches de insomnio, se preguntó si podría localizarlas. Pero asumió que no y pensó, con amarga certitud, que serían huidizas y silenciosas: como esas imágenes que, fulminado por la tristeza, me acompañaron al irme del hospital.
Por Miguel Paz
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