Es fácil que al estar en una UCI desarrolles, sin muchas sutilezas, una modalidad liviana del Síndrome de Estocolmo (en mi caso, también flirteé con el Síndrome de Miguel Bosé, pero de eso hablaré otro día). Como ya sabrán, el citado síndrome hace alusión a una patología temporal donde una víctima despliega un comportamiento asertivo hacia sus captores, aunque se traten de un crupier sociópata y de un brigadier gandul. El caso más célebre es el de Patty Hearst, que acabó atracando bancos con la banda de iluminados que la secuestró.

Durante el mes que pasé en la UCI, cada vez que alguien merodeaba por mi cama, solo tenía una obsesión: ser amable, empatizar intensamente, evitar, en lo posible, que me provocasen dolor. Nunca antes alcancé con la mirada esas cimas de rigor plástico. Todo mi rostro –era lo único que podía mover- se concentraba en captar la atención de aquella enfermera que, providencialmente, pasaba junto a mi cama y de quien dependía todo mi bienestar (un bienestar mínimo para los demás mortales; licencias divinas para mí). Recibía, pues, cualquier dedicación fortuita como un maná: que me humedeciesen la frente, que me absorbiesen los mocos por el agujero de la tráquea, que me desplazaran gentilmente una sonda impertinente. Así que, de modo tenaz y simiesco, como un actor del método, ponía en marcha todos mis recursos expresivos y he de decir que, de haber seguido ensayando, quizá hubiese cosechado un éxito fulgurante en los liceos más nobles de Europa: en teatros y cancillerías, a bordo de góndolas y vaporetti, en ágoras y anfiteatros, en el Cirque Du Soleil, en la Scala, puede que en la mismísima Ópera de Sidney…. En fin, creo que he empezado a divagar un poco y me estaba yendo por las ramas: pero qué curioso, eso es algo que también hacía entonces, lo de dejarme llevar por la fantasía, cuando la penumbra verdosa de la UCI empapaba mi corazón.

Por Miguel Paz