La doctora que me dio la mano cuando, incapaz de ponerme de puntillas, casi rompo a llorar. El médico lacónico y aparentemente adusto que, reparando en mi expresión al beber aquel engrudo, me dijo: “No se preocupe; en unas semanas podrá comerse un bocadillo de jamón”. El neurofisiólogo que me confesó que había rezado por mí, yo que soy un agnóstico fiel e irredento. El médico joven de la UCI, dientes amarillos, un tatuaje en la muñeca, oliendo a tabaco rubio, alzando su puño en señal de victoria el día que logré mover un poco mi brazo: me hubiese agarrado a ese puño con el alma y hubiese subido con él a las nubes. Liliana, que dejó que mi hija se quedase en la UCI una hora más. Aquel celador que, con rostro paciente y cortés, me explicaba que intentaría hacerme el menor daño posible al voltearme. El doctor de la UCI que puso en marcha mi ipod y elogió una de las canciones de la lista: era Transatlanticism, de Death Cabe For Cutie. Aquella enfermera con la que hablé de la vida y de la muerte, y también de nuestra mutua simpatía por John Le Carré. La auxiliar que me ayudó a ducharme por primera vez en dos meses. El fisio que me devolvió a la vida y que el día del alta me dijo: “No quiero volverte a ver por aquí”. Una enfermera con un pendiente adorable en la nariz que siempre sonreía al entrar en la habitación. Y sobre todo el médico que me dejó en la mesilla cinco euros para que me pudiera tomar una cerveza (esto último solo es un desenlace anticlímax).
Por Miguel Paz.
Deja tu comentario