… Manuel, Marisa, Francisco, José Luis, Eugenio, María Jesús, Gabriel, Isabel, Pedro, Tomás, José María, Juana, José Ángel, Conchita, Luis, Carmen, Fernando…

Cifras. Nos abruman las dolorosas cifras que nos anuncian cada día la magnitud de la catástrofe. Nos asomamos a ellas con miedo y con esperanza (curiosa pareja). Más de 135.000 casos confirmados, más de 13.000 fallecidos, más de 4.000 casos nuevos en un día, más de 40.000 curados (¡benditos!)… Las cifras son anónimas, frías, impersonales. De alguna manera, que sea así nos ayuda a soportar la tragedia, al igual que en las guerras.

Pero detrás de cada uno de esos números, empezando por el 1 y acabando por el 135.000 y pico, hay un nombre propio, una persona que está pasando por el difícil trance de enfrentarse a la incertidumbre de una enfermedad incierta, y además en la soledad del aislamiento. Cada uno de esos números-persona tiene también una familia que sufre la misma incertidumbre y el mismo aislamiento, a veces en el domicilio y a veces también hospitalizado, porque son miembros igualmente de este club de contagiados.

En las UCI hemos multiplicado x 2, x 3, x 4 y hasta x 5 el número de camas  (más cifras) para poder dar amparo tecnológico y mecánico a la insuficiencia respiratoria aguda más devastadora conocida en nuestros tiempos. Esta sobrecarga brutal de trabajo nos ha hecho perder un terreno conquistado con mucha dificultad estos últimos años: el trato personalizado y centrado en la persona, tanto en el paciente, como en la familia y en los profesionales.

Hemos vuelto con mucha rapidez a referirnos al “paciente de la cama 24”, obviando sus reseñas personales y únicas (desgraciadamente todos los pacientes de esta epidemia se parecen mucho unos a otros en el aspecto clínico y evolutivo). Evitamos el contacto prolongado con ellos para minimizar el riesgo de contagio, y si lo hacemos es a través de doble guante, bata, mascarilla y gafas (para el paciente también somos alguien anónimo). Y una vez extubados, rápido a la planta, que otro “cama 24” ocupará su lugar de forma automática.

El trato directo y cercano con la familia también se ha evaporado. Los familiares han desaparecido de las UCI. Las puertas se han vuelto a cerrar, y más que antes. No podemos ayudarles, tranquilizarles, explicarles, llamarles por su nombre y mirarles a los ojos para decirles que todo saldrá bien y que si esto no es así, habremos luchado con lo mejor de nosotros mismos para evitarlo. No pueden participar de la alegría de la recuperación ni del acompañamiento en la despedida. Extraños duelos sin un abrazo, sin un consuelo.

Para hacer frente a este tsunami, los profesionales de UCI hemos necesitado que nos echen una mano compañeros de otras especialidades (médicos, enfermeras, auxiliares), con mayor o menor dominio y control sobre el delicado cuidado y manejo del paciente crítico. Muchos de estos compañeros son también desconocidos, ya que nunca hemos trabajado juntos, y si por casualidad nos pudiera sonar su cara, esta pista también se nos niega al quedar oculta detrás de una mascarilla y unas gafas protectoras. Solo percibimos miradas, y casi siempre son de tensión y miedo. Así que es más cómodo referirse a ellos como la enfermera que lleva la camas 24 y 25, que intentar memorizar su nombre. Pero estos compañeros también tienen nombre propio, precioso y único.

Cada día me doy cuenta de lo perdido, tanto y tan rápido, en estos días. Quiero recuperar el tacto y la mirada, la sonrisa y la risa, el sosiego, la palabra. Me repito como un mantra que quiero regresar al presente, ese presente construido con H, en el que las personas (pacientes, familiares y profesionales) tienen nombre, cara e identidad.

No me resigno. No debo, no puedo, no quiero olvidarlos.

… Manuel, Marisa, Francisco, José Luis, Eugenio, María Jesús, Gabriel, Isabel, Pedro, Tomás, José María, Juana, José Ángel, Conchita, Luis, Carmen, Fernando…

Por Ángela Alonso