Algunos poemas,

o los sueños que no acaban nunca,

deberían grabarse en una cama,

en box nocturnos y helados,

que acopiasen,

pese a las noches perdidas,

sucintos versos de amor.

 

Camas en ciudades viejas,

en habitaciones desoladas,

en hospitales donde no penetra

-ni respira-

la insolencia de la luz.

 

Porque si los lees del revés,

si susurras esos versos,

se escucha el mar a su espalda,

o el látigo de las sábanas grises

que se crispaban por el miedo.

 

En las camas de la infancia,

tibias y suaves,

no eran necesarios

los mensajes de amor:

florecían como salmos,

había un rostro dulce en el filo

y nadie sospechaba su ausencia.

 

Pero ahora,

la fiebre en mi alma,

la noche como una niña de ojos oscuros,

ruego por las camas que amanecen,

y las enfermeras de ojos grandes,

sin otra razón que olvidarlas,

o suplicar que una mano furtiva

me acaricie el corazón.

 

Por Miguel Paz