La última vez que escribí fue para agradecer la labor de los profesionales sanitarios del Hospital que me cuidaron y trataron del COVID-19 que me dejó maltrecho.

Recuerdo que cuando me dieron el alta, yo salía de la habitación a paso lento y ellos, enfundados en sus EPIS me arropaban con frases de ánimo. Yo en ese recorrido pensaba todo lo que les quedaba a ellos para salir de este túnel al que parece que no se le ve la luz del final.

Me dijeron que me harían un seguimiento telefónico y me citarían para pruebas de control. Y así ha sido. Todas han confirmado mi curación pero…

Siempre hay “peros” cuando se trata de algo importante.

A día de hoy, después de tres meses desde mi alta, arrastro un cansancio y un dolor en el cuerpo que me aletarga. Salgo a caminar y regreso a casa agotado. Me cuesta concentrarme. Tengo lagunas en el recuerdo que no logro rellenar (hay cuatro días que han desaparecido de mi biografía). Ya apenas utilizo las notas que necesité las primeras semanas para recordar obligaciones o cosas. A mi cuerpo le cuesta entrar en calor por lo que paso frío casi todo el tiempo. Un frío irreal que parece que solo está en mi cabeza. Todos estos “peros” junto al coste psicológico de ver la lentitud de la recuperación me ha dado un buen baño de realidad.

La realidad de todos los pacientes que han sufrido esta enfermedad y les está costando recuperarse, de los pacientes que tuvieron que pasar por la UCI y que se han llevado a casa el Síndrome Post-UCI como un amargo regalo.

Yo sé que volveré a mi vida de antes pero no sé cuándo. Ese es mi consuelo. Esa es mi meta.

Por Francisco Álvarez