99 días

 

Yo veía como se los llevaban, los veía pero ellos a mi ya no podían verme, estaban tapados.

Yo los veía y callaba, acompañaba en silencio al cortejo fúnebre, ataúdes camuflados en camas de hospital.

Hora de la muerte…

Algún día oiría esa frase y sabría que estaría muerta, aunque siguiese notando el pulso en mis sienes y el dolor de mis ingles continuase, si a alguno de los que habitaba aquel espacio se le ocurría señalarme y decir :

– “ Hora de la muerte”.

Todo empezaría.Desconectarían máquinas, quitarían sondas, vías, las almohadas de mis piernas y me taparían con la sabana como quien desnuda a una estatua.

Y así se mezclaban en mi cabeza las dudas sobre mi vida y su muerte, o al revés, y esa duda que no podía resolver, me hacía más vulnerable pero también más firme.

Porque la muerte también nos acompaña, está enganchada del miedo, de la soledad, de la duda, lo que pasa, que una vez fuera y salvados, no queremos nombrarla, como si el silencio la aniquilase en este mundo de vivos.

A mí la muerte me asustaba, pero lo que más me angustiaba era no saber con certeza mi condición de viva o muerta, porque no había ningún parámetro que conociese o identificase para estar segura de ello.

Tan solo el paso de esas estatuas veladas, me hacía creer que seguía al otro lado.

Habría sido más sencillo, que alguien hubiese dicho mi nombre y mi condición.

Raquel, estás viva.

Y la duda quedaría resuelta pues habría reconocido esas tres palabras.