Acaba el 2020. Para muchos el año más aciago de sus vidas, un año para olvidar, para borrar del calendario. Un año que no ha dejado a nadie indiferente. Durante muchos lustros se recordará como el año de la pandemia del coronavirus, igual que 1918 fue el año de la gripe española, mediados de siglo XIV los años de la peste o la década de los 80 la época del SIDA.

La historia de la humanidad está llena de acontecimientos desoladores que han dejado una marca indeleble en su cronología. Guerras, plagas, pandemias, crisis económicas, desastres naturales… Desde que el mundo es mundo, cada época ha tenido su hito de muerte, dolor y sufrimiento. Muchos de estos hechos han supuesto un punto de inflexión en la historia, el principio de un cambio de rumbo en las civilizaciones.

Estos cambios solo se aprecian desde la distancia temporal. Cuando se está inmerso en el desastre no se puede percibir su magnitud ni calibrar sus consecuencias. Es después, a posteriori, cuando descubrimos lo que estos acontecimientos han supuesto en nuestras vidas y en la sociedad.

¿Qué tiene de nuevo esta pandemia? ¿Qué la hace diferente de otros sucesos catastróficos para la humanidad? Desde mi punto de vista son cinco los elementos diferenciadores:

  • La rapidez de propagación: los vectores somos los propios seres humanos que en este mundo globalizado no conocemos fronteras y nos movemos por él con una velocidad impensable hace unas décadas.
  • Las características intrínsecas del virus: su contagiosidad, su virulencia, su afectación del sistema inmune
  • La no discriminación: no es una pandemia que afecte a zonas pobres del planeta o a clases sociales desfavorecidas. El virus ha afectado por igual a ricos y pobres, tanto a países del primer mundo como a países subdesarrollados
  • La afectación de la base que sustenta el mundo actual: la economía
  • El descubrimiento de la vulnerabilidad del sistema y del propio ser humano.

Desde mi humilde perspectiva este último elemento es el más relevante y característico. La sociedad occidental se sustenta en unos cimientos de barro: el consumismo, la búsqueda del placer, la creencia de que somos omnipotentes, el destierro del dolor y de la muerte, y el egoísmo. Todo gira en torno a nosotros mismos. Somos pequeños “rey sol”.

Y el coronavirus ha llegado para darle la vuelta a todo eso: la economía se derrumba, el paro y la pobreza se multiplican exponencialmente; el conocimiento científico y la estructura socio-sanitaria no son capaces de atajar el problema; somos simples mortales con un carnet de baile en el que se apuntan el dolor, el sufrimiento y la muerte (y bailamos con todas ellas), y ya no somos los que dictamos nuestro futuro: se nos recorta la movilidad, la autonomía, la libertad, al fin y al cabo.

Todo “nuestro mundo” occidental se tambalea y se derrumba. No vemos la salida del túnel. No sabemos si recuperaremos nuestra vida, la que teníamos hace tan solo unos meses y tanto añoramos. Queremos volver a vivir como antes, a ser los de antes, pero esto ya no es posible.

La pandemia está generando múltiples cambios en la sociedad, pero los cambios más importantes los está produciendo en nosotros. Lo vivido, lo experimentado, lo percibido por muchos de nosotros nos ha cambiado. Ya no somos los mismos de antes y probablemente no lo volvamos a ser nunca. Somos diferentes.

A la vez que hemos perdido la confianza en el sistema, esperamos que, como sociedad, hayamos mejorado y aprendido, que seamos más solidarios, que valoremos más lo que tenemos y no lo que hemos perdido, que centremos nuestros esfuerzos en lo realmente importante, que recuperemos valores olvidados. Esos cambios son los deseables, los que todos esperamos, pero que tenemos dudas razonables de que vayan a suceder.

Esperamos noticias, señales externas, que nos despierten la esperanza, algo en lo que creer. Pero la esperanza nace de dentro, debemos buscarla en nuestro interior. Somos nosotros los que debemos generarla. Somos nosotros, cada uno de nosotros, los motores del cambio.

Del dolor y del sufrimiento pueden nacer cosas positivas. Se pueden emplear como punto de apoyo para ascender, para cambiar a mejor aquello que nos lastra y nos encadena a un mundo basado en lo efímero y en lo inmediato, un ídolo con pies de barro. Que tantas vidas perdidas valgan para algo.

Mis deseos para este nuevo año son muy sencillos: que los cambios que la pandemia ha producido en nosotros los empleemos en cambiar el mundo que nos rodea. Que seamos nosotros la esperanza para la sociedad y el sistema.

Y si algún día se nos olvida, sabed que cada día amanece y siempre podemos volver a empezar.

Feliz Navidad.

Por Ángela Alonso