La pobreza extrema, la falta de trabajo, y el amor no correspondido, son probablemente los caminos que conducen a la pérdida de la dignidad.
Pero si esos son los caminos, la enfermedad es la autopista que más rápidamente nos lleva a ese mismo destino.
Su llegada nos vuelve a la indefensión más absoluta. Nos postra, nos hace dependientes. Perdemos nuestras fuerzas y muchas veces nuestra capacidad de decisión. El invisible enemigo nos invade, nos hace conocer el dolor, nos hace creer que es invencible. No tiene piedad. Nos aleja del trabajo, de la familia, de la vida. De esa vida que hasta ayer tuvimos y no supimos ver.Hasta ayer reíamos con nuestros amigos; hoy sólo pueden visitarnos por unos minutos.

Hasta ayer jugábamos con nuestros hijos; hoy preferimos que no nos vean así.
Hasta ayer esperábamos alcanzar la cama para encontrarnos allí con nuestro amor; hoy ese amor nos mira sentado, al costado nuestro, mientras lucha por ocultar sus lágrimas.
Hasta ayer nuestros brazos parecían insuficientes para abrazar todo lo que teníamos; hoy la última de las nadas se escurre apresurada por entre nuestros afiebrados dedos que ya nada retienen.El dolor no se conforma con habitarnos por completo. Poco a poco empieza a invadir nuestro entorno. Lo vemos instalarse en la cara de cada ser querido que con nosotros sufre. La porción de sufrimiento comienza a multiplicarse, ya nos duele nuestro dolor y el de los que queremos.

Estamos tirados en el piso, en el barro más hediondo, en la más espesa de las mierdas. Parece que nada nos devolverá de allí. La enfermedad se relame, nos ve entregados, suplicantes, inquietos ya por conocer la muerte. Los médicos nos dan sus explicaciones, nos hablan de análisis, de cultivos, de no sé qué porcentaje de posibilidades sobre no sé qué cosa. Ya no hablan con nosotros, prefieren hacerlo con nuestros familiares. Dicen que son optimistas. Nosotros no recordamos el significado de esa palabra.Sucede entonces la maravilla.

La puerta se abre y un inmenso sol de guardapolvo blanco nos ilumina la cara. Al principio, suponemos que no entiende qué es lo que pasa. Parece ajena a la gravedad del cuadro. El barco se está hundiendo y ella parece bailar, mágica, sobre la cubierta. No tardamos en darnos cuenta de que, en realidad, es la única que entiende lo que sucede. Ella ve lo que todos los otros no. En su increíble sabiduría, detrás del suero, de las sábanas sucias que deberá cambiar una vez más, detrás de esa temblorosa mano que no puede valerse a sí misma para llevar una cuchara a la boca, detrás de todo eso, ella es la única que nos ve. Para ella no existe el piso, no existe el barro ni existe la mierda, sólo el sol. Parece que viniera a darnos un remedio pero viene a traernos la brisa. Parece que viniera a tomarnos la temperatura, pero viene a regalarnos el mar. 

Creemos que nos viene a tomar la presión, pero viene a decirnos que el amor espera por nosotros. Parece que se detiene un minuto a charlar con nosotros porque no tiene otra cosa que hacer, pero se ha detenido porque no hay nada más importante que nadie pueda hacer. Ella se conduele con nosotros y parece ser la única capaz de escupirle en la cara al dolor, con cada visita parece aligerar nuestra carga de sufrimiento.Las enfermeras no caminan, bailan. Las enfermeras no hablan, cantan. Las enfermeras no nos miran, nos hipnotizan. Nos duela lo que nos duela, a ellas, un solo órgano las preocupa: el alma. A su paso el dolor se repliega. Él piensa que no es un guardapolvo lo que lleva puesto sino una capa, cree que lo que lleva en la mano es una espada. No cree, sabe, tiene la certeza de que con ella no podrá.

La enfermedad nos está esperando en una esquina de nuestras vidas. Nos encontrará. Antes o después la conoceremos. Algún día veremos su rostro, nos mirará a los ojos e intentará arrancarnos todo.

No tendrá suerte, una enfermera nos guiñará un ojo y se ocupará de ella.Por C.A.S (2001, Argentina).
Compartido con Proyecto HU-CI por Mariana Torre