Conocí la enfermedad recién nacido,

era una noche blanca,

juntaba las hojas como polizones

y extendía la penumbra en el filo de los quirófanos.

Se reía, mi noche,

como se ríen las niñas que descubren,

azoradas,

una oliva en el bolsillo:

los hombros que bizquean,

los ojos que tiemblan,

las manos que jadean y enredan.

La vi viajar hacia mí,

solitaria,

en la cuna que llueve,

delgada,

alta,

reflexiva,

como si el tiempo la apremiase,

como si la invocase mi memoria.

Sus ojos no decían:

eres extraño,

deforme,

implorante,

un niño sin ojos ni boca,

una criatura de otro tiempo,

un ser sin alma ni quietud.

Puso a mi lado su llave herrumbrosa,

abrimos un baúl lleno de azafrán

y dibujamos peces en sábanas llenas de pereza.

Se hizo mi confidente,

la noche,

mi testigo ávido

y me dejó en los labios sangre pálida,

siluetas en el ropero,

arena,

zozobra,

violetas que parecían manchas de carmín.

¿Existe tal cosa,

me preguntó un día,

la clemencia,

la esperanza,

la lealtad de los hombres?

Mirábamos un abismo y todo parecía efímero,

como las espigas o la claridad enferma,

como el suspiro de la lechuza que despide la mañana.

Me visitó para hablar de piedad,

de esperanza,

pues conocí a la noche recién nacido,

y oí plegarias leves y misteriosas,

paradojas que,

desvelado y mudo,

no acertaba a comprender:

como tampoco comprendo la dirección del viento,

ni la somnolencia de la tempestad,

ni la locura de los pájaros

que vuelan,

cada día,

alrededor de la tierra.

Por Miguel Paz