Nuestra unidad de cuidados intensivos tiene sólo una habitación con una vista exterior: una ventana que da a una calle adoquinada y a los tejados de edificios antiguos apenas conservados, pero donde al menos uno puede tener la noción de que sigue existiendo la vida por ahí.

Hace un tiempo, tratamos a un hombre de 28 años con un cáncer pancreático muy agresivo. Fue reintervenido un par de veces por fuga y peritonitis secundaria tras fracaso de una cirugía de Whipple. Desarrolló shock séptico, disfunción multiorgánica y pasó varias semanas en la habitación número 7. Se llamaba David, y más allá de los aspectos médicos, nos preocupaba su extrema soledad. Nunca vimos que nadie lo visitaría tras las rondas interminables.

Buceando en su historia, descubrimos que era profesor y músico, sin más detalles. Su único pariente era una tía. Un par de amigos venían a verle de vez en cuanto y nos dijeron que David tocaba ocasionalmente el saxofón en una banda del clásico circuito de jazz de Santiago. Y el tiempo pasó.

Llegó una mañana particularmente fría y lluviosa de invierno. Las tormentas incesantes anegaban las calles y las plazas de la ciudad. Un día sombrío, regresé de un viaje de vacaciones para encontrarlo extubado y sentado en un sofá girado frente a la ventana. El tono distintivo del saxo de John Coltrane se desbordó de un par de auriculares nuevos. Sus ojos estaban perdidos en la lluvia.

– “¡Hola David! Estoy feliz de verte tan bien. ¿Te gusta Coltrane?.

– ¡Hola Doctor! Depende básicamente del grado de melancolía, pero si. Me encantan todos: Louis y Ella, Duke, Billie Holliday, Mile Davis…”

Hablaba con mucho esfuerzo, y no dejaba de mirar  la lluvia.

-“He oído que tocas el saxo, David”.

– “Era mi sueño doctor, creo que lo llevo en los genes. Mi abuelo conocidó a Louis Armstrong en el bar de un hotel después de su épico viaje desde el norte durante su única visita a Chile en 1957. Se acabó, ¿verdad doctor?”.

En ese momento, un repentino estallido de fuertes lluvias sacudió la ventana, seguido de un incómodo silencio,  sólo roto por la enfermera que me llamaba para ver a otro paciente. Cuando me fui del hospital, el estaba todavía allí sentado, silencioso y melancólico, frente a la oscura sombra entrando en la noche.

Caminé a casa a través de calles mojadas y solitarias, tratando de recordar un largo poema olvidado, “Tarde en el hospital” de Carlos Pezoa Véliz (1879 – 1908), un poeta relativamente desconocido de Chile que murió de tuberculosis a los 28:

Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve;
con el agua cae angustia:
llueve…
 
Y pues solo en amplia pieza,
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,

duermo.

A la mañana siguiente se había ido, por culpa de un sangrado incontrolable en medio de la noche. Paramos la ronda frente a la habitación numero siete en señal de respeto. Aún llovía sobre los viejos tejados y la calle adoquinada. ¿Fue la última noche de David en el mundo? Nos sentimos muy tristes y vacíos. Tantas semanas con nosotros, y no le conocíamos: sus sueños, sus esperanzas y sus miedos. Casi nada de una vida que se había ido para siempre. Quizás solo el toque de Coltrane permanecía flotando alrededor. Y los últimos versos de aquel poeta olvidado que murió a la misma edad:

Pero el agua ha lloriqueado
junto a mí, cansada, leve;
despierto sobresaltado:
llueve…
 
Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso,
mientras cae el agua mustia,