31 de Diciembre de 2020.

Acaba el año ZOOM. Un año que nos iba a hacer mejores. Un año con ínfulas. Un año arrogante, cuya verdad desagradable ha sido la que ha sido. Un año que, en España, no comenzó en Enero, sino en el mes de marzo. El tiempo, ya lo decía Einstein, tiene esos caprichos.

En marzo se detuvo el tiempo. En marzo los minutos se transformaron en un denso y terrorífico gel. Nos comenzó a asustar que los nuestros muriesen. Nos comenzó a asustar que nosotros mismos lo hiciéramos. La experiencia nos dicta la forma del tiempo. 2020 tiene forma de cuchillo. Tiene un color tan oscuro que la noche a su lado parece una caricia de pájaro. El tictac de mi reloj vital comenzó a sonar al inicio del mes de abril, cuando mi padre enfermó hasta que sus días se apagaron en medio de otros tantos que tampoco encontraron el camino de la supervivencia. Se fue de una forma inesperada. Aquella muerte representó el símbolo de toda una clase trabajadora, emigrante, que anegó Madrid para que fuese factible el sueño del salto social. No fueron los políticos quienes lo consiguieron: fue la gente de a pie quien lo pegó. Fue el atrevido desparpajo de una maraña de tipos como mis padres, que parieron una realidad distinta. Había un horizonte en sus cábalas, un largoplacismo en sus intenciones, hoy impensable. Con el objetivo de que sus hijos, camisa blanca de su esperanza, no comiesen a diario los garbanzos del miedo, la incertidumbre del apetito, las manos callosas de la vida en el campo, se vinieron a Madrid. Y Madrid se los tragó con apetito de lobo. Allí –aquí- se quedaron.

2020 no nos ha hecho mejores: ni  a pie de calle, ni en la estratosfera de las élites, ni en el inmenso paraguas de la medianía, donde yo me encuentro. Lo único que hacemos es llevar puesta la mascarilla; muchas veces, por cierto, mal. Lo único que hemos aprendido es que nos tenemos que lavar las manos después de tocar los objetos de los centros comerciales. Pero, ¿consumimos más en los pequeños negocios locales? ¿Respetamos las estructuras culturales? ¿Apreciamos a los educadores que han conseguido una labor modélica durante lo que llevamos de pandemia? ¿Se ha robustecido las estructuras sanitarias? ¿Nuestros dirigentes, los actores de la llamada “nueva política” han sabido estar a la altura? ¿Somos más solidarios, o solo hacemos test de antígenos periódicamente a la gente mayor? Las contestaciones son obvias. Hemos cambiado en detalles intrascendentes, testimoniales. Hemos cambiado, por ejemplo, en las ofertas lúdicas: ya no hacemos viajes transoceánicos. Ya no nos hacemos un selfie en el Caribe. Los niños ya no celebran cumpleaños en los parques de bolas. Nuestros restaurantes favoritos se cuelan en nuestras casas, a través de diversas opciones de deliveroo, take away o at home, todo por supuesto en inglés, por si nos queda alguna duda de quién se ha incrustado en nuestra mente. Hemos cambiado, y para mal. En hechos tan duros, tan dramáticos como que nos hemos acostumbrado a la despersonalización. El médico, en vez de emplear el cara a cara, nos llamará por teléfono, porque nosotros no podemos ver a nuestro ser querido, no sea que nos contagiemos. ¿Qué nos pegará? ¿Su soledad inmensa? ¿Su desamparo? ¿Su miedo a morir? ¿Sus lágrimas? ¿Su postrimería? En eso hemos cambiado. Solo en eso. Me temo que, este año de crisis social, económica y de salud pública, nos ha brindado una oportunidad para ir a peor.

Es verdad: siguen naciendo niños. Se han producido avances (los más notables, en estratosférica proyección, en el campo de la Genética). Sigue habiendo oportunidades para sonreír. La comunidad científica ha dado un ejemplo de transparencia y trabajo en equipo, al generar un mezclum de vacunas que podría, tiempo mediante, devolvernos a nuestra vida anterior. El mundo, y parecía imposible, no se ha parado del todo, aunque para cientos de miles de personas lo haya hecho. Por todo ello, 2021 es un año verde, y no lo digo porque la FAO lo haya designado como “año mundial de las frutas y verduras”. 2021 es “el año de la esperanza”. Solo en nuestras manos está que así sea. Pero la victoria, será ética, o no será. Así que pónganse las pilas, espabilen conciencias, despierten del letargo, y permitan que eche a andar la persona que llevan dentro.

Por Iván Carabaño