En la entrevista de Jaime Cantizano a Gabi Heras en Onda Cero, escuché a Gabi describir el 2020 como “el año que nos robó los sentidos”, se refería con ello no solo a la pérdida de olfato como uno de los síntomas característicos del COVID-19, sino sobre todo a la pérdida en el tacto, a los abrazos no dados y a la impuesta “ausencia de piel” por las medidas de protección ante el virus.

Me ha invitado a pensar que también nos ha robado la visión de seres queridos, especialmente de aquellos que han quedado aislados en residencias o en habitaciones de hospital, nos ha borrado de la retina paisajes queridos a los que no podemos llegar, casas de abuelos añoradas que permanecen con puertas cerradas y sonrisas que tapan las mascarillas.

Nos ha robado el olor del mar, del campo, de la montaña, de las ciudades y pueblos distintos a los propios. Nos ha robado el olor de la piel del ser querido cuando no hay centímetros que las separen.

Nos ha robado sabores de comidas familiares, reuniones de domingo, cervezas con amigos, cumpleaños infantiles y celebraciones en los lugares de trabajo.

Y nos ha dado el sonido del silencio, ausencias de voces deseadas en momentos de soledad. Nos han faltado demasiados “te quiero” y nos han sobrado ausencias y relaciones virtuales que dejan con hambre de cercanía.

Los sentidos, además de ser esenciales para nuestra supervivencia, nos permiten percibir y construir una imagen de nuestro mundo, nos dan la información del contexto y nos permiten moldear esa realidad para convertirla en comunicación, en creatividad, en expresión de afectos. Sin ellos nos sentimos perdidos, nos convertimos en un único espectador de un teatro vacío que no levanta el telón.

Cuando el ser humano pierde fisiológicamente alguno de sus sentidos, la plasticidad de nuestro cerebro intenta siempre una adaptación y compensación dentro de sus posibilidades. Quiero pensar que, de la misma manera, el 2020 nos ha puesto un reto por delante: entrenar nuestra capacidad de escuchar el silencio propio, de mirar para uno mismo, de darnos permiso para conectar con nuestra vulnerabilidad y a partir de ahí descubrir nuestra fortaleza. Nos ha mostrado las cosas que son verdaderamente prioritarias y las que no para que no lo olvidemos. Nos ha enseñado que nadie debe morir solo, que algunos mayores viven en residencias, pero no son internos ingresados en ellas sin libertades ni derechos; que una vez más, los niños nos han dado lecciones de adaptación y afrontamiento; que justo al lado tenemos a esas personas que pueden ser apoyo en las dificultades… Como sociedad, ha dejado al desnudo nuestros puntos de ruptura y que aquí no sirve el “nosotros” frente al “ellos”, porque de esto solo se sale con Ciencia y esfuerzos compartidos; que nuestro personal sanitario y de servicios han sido la muleta de una sociedad amputada, y que paliar y curar el sufrimiento que ha quedado como herida emocional en esos sectores se ha convertido en una obligación ética más allá de un derecho laboral.

El final del 2020 nos deja en un mirador hacia el 2021, en la mano de cada uno estará hacia donde orientemos nuestros personales telescopios tras el camino recorrido. Esos objetivos vitales pueden ser solo “propuestas de año nuevo” o convertirse en una manera de ser y estar en nuestra vida y profesión. Desde esa perspectiva, la humanización de los contextos asistenciales ha quedado claramente subrayada en sus necesidades de cambio, desde Proyecto HU-CI seguiremos enfocando hacia allí nuestra mirada y acción.

Por Macarena Gálvez