Hace dos años, cuando cumplías 63, le dijiste a un compañero de trabajo que tenía que hacerte una resonancia porque sospechabas tu propio deterioro cognitivo. Intuías que había llegado algo, y aun sin saber lo que era decidiste prejubilarte para disfrutar de tus pequeños placeres: la lectura, la montaña y tu primera nieta. Te diagnosticaron un Alzheimer precoz que al parecer evolucionaba lentamente.

Y entonces llegó marzo del 2020, el confinamiento. No podías salir. No podíamos vernos. Vivías solo. No podías ver a tu nieta. Y no entendías nada.

Me asuste. Me hablaste de gente que tenías en casa, que te robaban, que no te hablaban, pero no se iban, dormían en tu cama e iban con la cara pintada. Eran de alguna banda decías, creyendo firmemente que tus sospechas eran ciertas.

Me di cuenta que eran alucinaciones visuales y casi sin poder respirar llamé a tu médico. La cita con el neurólogo llegó tarde. Un mes y medio tarde. Te diagnosticaron deterioro cognitivo con demencia por cuerpos de Lewy, algo así como un Alzheimer precoz, más agresivo que el común y además con Parkinson y alucinaciones visuales. Por fin entendiste lo que te pasaba y todo cobraba sentido.

Pero no querías vivir así. Querías una vida digna y una muerte digna. No podías concebir una vida alucinando, y poco a poco las alucinaciones fueron tu día a día y, sin quererlo, se convirtieron en tu realidad. No lo aguantabas, te angustiaba, sufrías, te retorcías de dolor, de miedo, querías acabar con tu vida. Eso no era vida. No después de ser el médico. Ahora estabas en el otro lado. Ahora eras el paciente. De repente tu inteligencia, tu cordura y sabiduría se habían ido para siempre.

El 27 de mayo fuiste al monte tu solo, te hiciste una paella como buen valenciano y después te negaste a tomar la quetiapina que te había recetado la psiquiatra para combatir las alucinaciones. Te preocupaba no poder memorizar las dosis, no poder escribir, no poder refugiarte en tus libros. Estabas aterrado y yo también al verte tan vulnerable. Ahora era yo la que tenía que decidir por tu vida y nadie te prepara para algo así.

Al final te ingresaron en psiquiatría. Pensábamos que te estabilizarían y que con una adecuada medicación las alucinaciones se esfumarían, pero estuviste un mes y medio. Una eternidad.

En dos semanas te cambiaron de medicación. Sustituyeron la quetiapina por clozapina. No nos avisaron del cambio. No conocíamos el tratamiento ni nos informaron de los efectos secundarios. Tampoco nos prepararon para cuando fuéramos a verte. No nos esperábamos aquello. Cuando te vi, grité y lloré; pensaba que estabas muerto, te zarandeé y no reaccionabas, lloraba sin ningún consuelo. Te encontré atado de cintura, pies y manos, no hablabas, balbuceabas, no te entendía, no abrías los ojos y llevabas un pañal. Un camisón y un pañal… Y nosotros inmersos en la más absoluta ignorancia.

Los psiquiatras nunca me explicaron nada. No me hicieron conocedora de la enfermedad, no me prepararon para lo que venía: cambios agresivos y muy rápidos. No me explicaron los efectos secundarios de la clozapina, ni me preguntaron si asumíamos sus riesgos.

Mientras tanto mi padre me repetía que aquello era una cárcel y que teníamos que sacarle de ahí: “Me atan cada día. Me dan la medicación a la fuerza, en contra de mi voluntad. Me ponen un pañal para que orine y me haga de cuerpo encima. No empatizan con los enfermos. Desconocen, o lo que es peor no les importa, todo lo que psiquiatras clásicos como Michel Foucault han trabajado para integrar al enfermo mental”.

Le cambiaron cuatro veces de habitación, y con cada cambio aumentaba su desorientación. Un día decidieron que estaba estable y que había que trasladarle a una residencia. Cuando llegaron los sanitarios de la ambulancia no se levantó del suelo porque pensaba que le llevábamos a una cámara de gas para asesinarle. Le dije a su psiquiatra que así no podía ir a una residencia, que no estaba estable. Me contestó que era un paciente neurológico y que el pabellón psiquiátrico no era su sitio. “¿Cuál es su sitio?” -pregunté-. “¿No hay en todo el sistema de salud un sitio para tratar a los enfermos neurológicos? ¿Si éste no es su sitio, por qué le han ingresado en psiquiatría?”.

Al día siguiente los responsables de la Residencia lo devolvieron al hospital. Pasó una noche asustado, desorientado, sin conocer a nadie, sin salir de la habitación y sin tomarse la medicación porque pensaba que lo querían envenenar. Pocos días después, intuyendo lo que le venía encima, me dijo: “Si permites que me traten con clozapina moriré en poco tiempo por un fallo multiorgánico”.

Pero ya era tarde. El tratamiento con clozapina había empezado sin que los psiquiatras nos alertaran de las posibles graves consecuencias. Un buen día las defensas cayeron a cero y le ingresaron en hematología del hospital. Aquí el trato fue exquisito, pero ya no se pudo hacer nada por él. Un ingreso planificado para tres días se alargó a todo el mes de agosto. La clozapina le produjo una neutropenia, que derivó en una tiflitis, sepsis, embolia pulmonar, fallo renal…

El 3 de septiembre, una noche de luna llena, murió. Como el mismo había anunciado.

Por Haizea (hija) y José Maria (hermano) Caminos