La ciencia médica no repara en poner a nuestros padecimientos nombres inquietantes, como si no tuviéramos bastante con la calamidad de los síntomas. Incluso cuando se trata de enfermedades epónimas parece haber una inclinación por la truculencia y el matiz amenazador: piensen, sino, en el Flemón de Gensoul, que podríamos asociar a un galeno de carrillos gigantescos; la Gangrena de Fournier, que hace pensar en una timba sangrienta con vísceras y balas sobre el tapete; o el Síndrome de Gerstmann-Stäussler-Scheinker, a los que uno imagina repartiendo patadas desde la zaga del Eintracht de Frankfurt.
Durante unas semanas que marcaron mi vida yo estuve persuadido de que Guillain-Barré era un único personaje, un doctor con monóculo y pelo engominado que echaba cabezadas en un liceo francés. Hubo de pasar un mes hasta que, recién salido de la UCI, descubrí que en realidad se trataba de dos médicos, ambos enrolados en la legión extranjera en los albores de la Primera Guerra Mundial. Desde entonces, me los imagino con sus quepis y sus casacas entorchadas, acariciándose el bigotillo junto a las partículas doradas de una duna, mientras se beben, a la salud de la República, una copita D´Anjou.
Los nombres de las enfermedades, como los linajes, tienen su propia sugestión y aunque es cierto que algunos han sido bautizados con un prurito de originalidad –pensemos en la ironía de la Enfermedad del Beso, el Síndrome de Rapunzel o la Diarrea del Viajero-, a veces, al escucharlos, los pacientes sienten un escalofrío que los deja pasmados.
Deberíamos, pues, sopesar el impacto que los nombres suscitan en la mente de los enfermos más sensibles. Dicho esto, y por expresar mis preferencias, he de decir que siempre he sentido debilidad por uno que refleja, de modo inequívoco, los síntomas que lo identifican: ese mal donde se citan la pérdida de apetito, las palpitaciones y hasta ciertas formas de delirio. Ya saben al que me refiero: el enamoramiento.
Por Miguel Paz
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