De crío me costaba mucho visualizar un marcapasos en el cuerpo de Carmen. Les hablo de los años sesenta. Era una mujer muy delgada, podías hacer su retrato robot dibujando tres ejes sucintos: las líneas de expresión, la barbilla diminuta, sus ojos titilantes de fatiga. Tenía una apariencia de mujer mayor, lo que con el tiempo fue una especie de ventaja, pues le permitió presumir de una edad indefinida, como si al envejecer -y suspirar por los pasillos de su casa- volviese gradualmente a su juventud. Le retiraron varias veces aquel aparato terrible que, en el interior de su tórax, yo imaginaba como un mecanismo aterrador: un cableado rígido y furioso insertado entre circuitos y placas de criptonita. A saber de qué comic extraje esa idea.
Carmen nunca desfalleció, a pesar de que, cada vez que iba a ser operada, llamaba a mi madre para suplicarle consuelo. Mi madre era la joven que ponía las inyecciones en el barrio y de esas sesiones, entre los azulejos de la cocina, tengo grabado el llanto febril de los niños y el burbujeo de la jeringa temblando en el fogón. Esa, claro, es otra historia.
También Carmen merece su historia y por eso la traigo a este blog, pensando en esos cirujanos que colocan dispositivos diabólicos cerca del alma. Con sus manos ágiles, flexibles y mágicas. Porque, qué puedo decir, recordando a Carmen muchos años después, me ha dado por pensar que aquellos marcapasos eran en realidad una caja de música, una reliquia con paredes lacadas y bailarina de minué, esperando que alguien la hiciese sonar una tarde de primavera.
Por Miguel Paz
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