He vuelto a comer con los dedos y orinarme encima:
lo segundo por ese matiz sugestivo de la humedad;
lo primero, aunque los doctores no lo crean,
porque descubrí pepitas de oro entre los guisantes.
He vuelto a tambalearme y arrastrar los pies,
habían bajado los dioses a verme
-traían guirnaldas y harapos-,
pero solo reconocí la noche ebria,
los latidos díscolos de mi corazón.
Me acerqué a la ventana y vi ciervos de hocico azul,
un ruiseñor les daba semillas,
y aunque ellos no me crean,
aunque no me crean,
eran sus alas una niña desnuda.
¿Dónde los recuerdos que traje al mundo?
Mis hijos se fueron;
los sueños se extinguen;
los versos leídos duermen bajo tierra.
La niña de manos blancas tenía la boca roja
y así la conocí:
derrochando pureza a raudales,
besando el temblor de mi rostro.
Haré lo posible por maravillarme
y seré las sombras que dejé morir;
y aunque ellos no me crean,
no me crean,
lanzaré los yugos más lejos.
Lanzaré mi pecho más lejos,
pues soñé cosas imposibles,
y aunque mis pies son espejo triste
los obligaré a llegar hasta ti.
Por Miguel Paz
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